Cuando se le receta alguna medicina a un paciente, este tiende a asumir que ha sido sometida al más minucioso escrutinio; pero podría estar equivocado. Los resultados de alrededor de la mitad de las pruebas clínicas nunca son publicados pues a las compañías farmacéuticas se les permite realizar muchas y publicar solamente aquellas que son de su agrado, de modo que no sorprende que sea menos probable que los resultados negativos sean de conocimiento público.
Los reguladores sí pueden ver los resultados de todas las pruebas, pero esto no ofrece mucho consuelo. Es que los funcionarios gubernamentales podrían estar convencidos de que un medicamento tiene valor suficiente para unos cuantos pacientes y aprobarlo, pero no ayuda a los médicos a determinar si dicha medicina es mejor que otros tratamientos.
Además, los reguladores cuentan con recursos limitados y no pueden darse abasto para conducir la clase de análisis que habría que realizar para que todos los resultados de las pruebas se hiciesen públicos. Es por ello que las evaluaciones independientes fueron importantes para despertar preocupación sobre los riesgos de ataques al corazón asociados con Vioxx, un analgésico que fue retirado del mercado en el 2004.
En el mejor de los casos, este sesgo en la publicación de resultados ha generado una base de información contaminada. Por ejemplo, se han recetado antidepresivos que resultan mucho menos efectivos cuando se toman en consideración datos no revelados de sus evaluaciones. Es por ello que la decisión del Gobierno británico de almacenar antivirales en caso de que surja una pandemia de gripe parece hoy menos acertada, luego de haberse publicado información que ha cuestionado la eficacia de tales compuestos.
En el peor de los casos, el sesgo ha causado perjuicios demostrables.
Algunos pacientes podrían morir debido a que no se ha divulgado data sobre efectos secundarios potencialmente peligrosos, en tanto que voluntarios que se someten a ensayos clínicos pueden haber sufrido daño sin ningún motivo.
Los legisladores en Estados Unidos y Europa quieren corregir el problema de las pruebas faltantes. En el 2016 entrará en vigencia una nueva legislación en Europa que requerirá el registro de los ensayos clínicos y la pronta publicación de los resultados. La pregunta es cuán estricto será el cumplimiento de estas reglas.
Estados Unidos puso en marcha requerimientos similares en el 2007, pero estos han destacado más por su falta de observancia. Por ende, estos intentos no han sido suficientes y todos los involucrados en los ensayos clínicos —reguladores, farmacéuticas y académicos— tienen motivos apremiantes para hacer un mejor trabajo.
Empecemos por los reguladores. La Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos tiene el poder de multar a las compañías que no reportan los resultados de sus pruebas dentro de un año de haber sido completadas, pero todavía no lo ejerce. Se esperan nuevas regulaciones que facilitarían esa labor. Es claro el interés público en el registro y divulgación de los resultados de todas las pruebas, y su cumplimiento necesita ser monitoreado y vigilado.
Por su parte, las farmacéuticas desconfían de revelar los resultados negativos de sus ensayos. Pero las cosas están cambiando debido a que los activistas han logrado que el problema reciba atención pública, pues ahora existe una real preocupación de que los pacientes pierdan interés en participar en las pruebas si la información nunca saldrá a la luz.
Y los inversionistas están tomando conciencia de los riesgos financieros que son inherentes a la publicación incompleta de dicha data. Alrededor del 30% de la valorización de las farmacéuticas está basado en los resultados de sus pruebas de fase III (cuando los medicamentos son extensivamente testeados en humanos). En consecuencia, los inversionistas están urgiendo al sector que divulgue más información, tanto para asegurar valorizaciones más precisas como para reducir el riesgo de litigaciones futuras.
Si algo se puede decir de los académicos, es que tienen un historial mucho peor en lo que respecta a la revelación de datos que las empresas. Las entidades que pagan por la realización de investigaciones tienen que eliminar de sus listas de candidatos a quienes rutinariamente dejan de publicar sus resultados.
Pero incluso si las nuevas pruebas llegan a ser registradas y divulgadas, persistirá el problema de qué hacer con la evidencia empírica de las medicinas que ya están en uso. No existe una obligación legal para que los investigadores publiquen la data de pruebas pasadas, pero sí existe una obligación moral.
Por ejemplo, a un paciente que esté tomando un medicamento erróneo para curarse del cáncer, debido a la divulgación inapropiada de las evaluaciones previas a su lanzamiento, se le está negando la oportunidad de recibir un mejor tratamiento. Y nada podría ser más desacertado.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd,
London, 2015