Bloomberg.- Por unas pocas horas el domingo, Ariana Grande, una estrella pop de 23 años de Boca Ratón, Florida, fue la líder del mundo libre. El puesto ha estado vacante durante meses. Competidores que van desde la canciller alemana, Angela Merkel, al improbable presidente chino, Xi Jinping, han hecho casting para ocuparlo durante meses.
Dos semanas después de que 22 personas murieron y más de 60 resultaron heridas en un ataque terrorista en el concierto “Dangerous Woman” en Manchester, en el Reino Unido, Grande volvió a la ciudad para santificar la tierra y aliviar a los sobrevivientes.
En el proceso, la cantante volvió a dedicar su generación a la propuesta de que todos los hombres –y mujeres, definitivamente sobre todo las mujeres– han sido creadas iguales.
Mientras el presidente de Estados Unidos, Donald Trump , tuiteaba sin sentido y jugaba otra partida de golf, Grande brindó lo que probablemente se recuerde como la respuesta oficial de su país al ataque terrorista de Manchester y a otro más, la noche anterior al concierto, en Londres.
Su concierto benéfico “One Love Manchester” organizado con rapidez rechazó el temor y el resentimiento. El tiempo y el lugar, junto con una oleada de buena voluntad, fueron suficientes como para elevar canciones populares melosas a la categoría de himnos nacionales.
Al observar el video del concierto en línea, resulta patente que fue algo más que un buen momento. Las lágrimas fluyeron. También la alegría. Pero puede ser asimismo que un buen momento esté entre las más poderosas respuestas colectivas al nihilismo yihadista.
Grande reemplazó a Trump en el escenario mundial más allá de ese día, sutilmente lo refutó, ofreciendo una cara valiente y amable después del terrorismo, al tiempo que alcanzaba varios objetivos útiles: recaudó dinero para las víctimas, multiplicó el coraje e hizo que los ataques parecieran tanto débiles como infructuosos. Lo que haya sido lo que los terroristas esperaban producir en Manchester, no fue esa fiesta.
Los conciertos a beneficio tienen un largo historial, el cual algo nos dice. El original, el concierto por Bangladesh en Madison Square Garden en Nueva York, fue organizado por George Harrison en 1971.
Los artistas eran todos hombres. El concierto de Grande, que tuvo lugar el mismo fin de semana en que “Mujer Maravilla” superó la barrera de los US$ 100 millones en taquilla, fue un potente escaparate para las mujeres jóvenes.
El torpe sexismo de Trump, sus oportunidades fotográficas solo de hombres blancos y la reacción cultural que tanto defiende como encarna no pueden hacer retroceder la ola que montan Grande y compañía. Trump derrotó a una mujer en noviembre; no puede derrotarlas a todas.
Si los ataques terroristas hubieran provocado una eficaz, o al menos decente, respuesta del presidente de Estados Unidos, el concierto de Grande habría ocupado menos espacio.
Pero agresiones horrendas como las de Manchester o Londres inspiran un ansia de conexión, y una necesidad de afirmación de los valores liberales, que Trump no puede siquiera entender cómo se satisface.
Su vacío de liderazgo abre una gama de oportunidades para figuras culturales que van más allá del politizado espectáculo de “Saturday Night Live”.
Le pedí a la autora Elizabeth Samet, editora de la Norton Anthology, que escribiera algo sobre liderazgo, sobre la infiltración del liderazgo cultural en el terreno político. Me envió lo siguiente por email:
En circunstancias extraordinarias, tales figuras pueden trascender su nicho. “La cabaña del tío Tom” le dio nuevo ímpetu al sentimiento antiesclavista en el país.
El comentario apócrifo de Lincoln sobre su encuentro con Harriet Beecher Stowe –“Así que tú eres la mujercita que escribió el libro que inició esta gran guerra”– nos dice algo sobre el poder que se percibía en la novela, que tuvo éxito en cuanto a tornar las realidades políticas, de los momentos personales, inmediatos y dramáticos.
Tradicionalmente, a los regímenes reaccionarios les gusta censurar porque suponen que la cultura tiene una poderosa influencia en la política de las personas.
En los extremos de la censura totalitaria del siglo XX, tenemos a Stalin que impuso el exilio a Osip Mandelstan por un poema en que se burlaba de él y la muestra nazi de “arte degenerativo”, cuyo catálogo describía el propósito de la exhibición de “revelar los objetivos e intenciones filosóficos, políticos, raciales y morales que están detrás de este movimiento, y las fuerzas impulsoras de la corrupción que los siguen”.
También está la atractiva idea –que no todo el mundo endosa– de que los artistas de jazz (negros y blancos) contribuyeron a la integración y afectaron positivamente las relaciones raciales en Estados Unidos. Queremos creer que la cultura puede tener una influencia política beneficiosa.
Las estrellas populares y la “Mujer Maravilla” no van a derrotar al Estado Islámico. Pero las bulliciosas expresiones de libertad comercial y artística, y las señales que transmiten sobre la cultura que las nutre, han sido largo tiempo un elemento crucial del poder blando en Estados Unidos.
La Casa Blanca de Trump es tan estéril culturalmente como tóxica desde el punto de vista político. Ante un presidente que siembra división en su país y en el extranjero, es especialmente importante contar con contrapuntos visibles en política, deportes, negocios y arte.
En una hora crucial, la pequeña Ariana mostró que Estados Unidos aún es grande. Es la Casa Blanca la que se achicó.
Esta columna no refleja necesariamente la opinión de la junta editorial o de Bloomberg LP y sus dueños.