Durante meses antes de las elecciones, los latinoamericanos son bombardeados con publicidad electoral. En Brasil todas las noches una hora obligatoria de transmisiones políticas muestra una sucesión de promesas que buscan llamar la atención por parte de candidatos presidenciales y aspirantes locales.
En el Perú, paredes e incluso las rocas de los cerros son pintadas con nombres de candidatos. Aunque los medios sociales son cada vez más importantes, muchos de los políticos de la región siguen llenando las calles con carteles y realizando mítines, dando a sus partidarios comida, polos e incluso dinero en efectivo.
¿Quién paga por toda esa parafernalia de democracia electoral, y qué se podría obtener a cambio? Las revelaciones de donaciones políticas corruptas en varios países latinoamericanos por parte de Odebrecht y otras firmas de construcción brasileñas están generando pedidos para endurecer las reglas sobre financiamiento de campañas electorales.
Nadine Heredia, esposa del expresidente del Perú, Ollanta Humala, niega haber recibido una donación de US$ 3 millones de Odebrecht para la victoriosa campaña de su esposo en el 2011. Un ex senador colombiano que admitió haber recibido un soborno de Odebrecht, argumenta, sin prueba alguna, que US$ 1 millón se destinó a la campaña del presidente Juan Manuel Santos en el 2014.
La sabiduría popular sostiene que las elecciones latinoamericanas son cada vez más una costosa contienda general. (A pesar del espacio gratuito en televisión, el costo de las campañas en Brasil puede ser similar al de los Estados Unidos, según algunas estimaciones).
De hecho, los gobiernos de la región han buscado durante mucho tiempo regular el financiamiento de campañas, pero a menudo de forma ineficaz, como señalaron Kevin Casas-Zamora, exvicepresidente de Costa Rica, y Daniel Zovatto, un politólogo argentino, en un reciente sondeo sobre el tema.
Cualesquiera que sean las reglas, la realidad es que un pequeño grupo de empresas privadas acumula la mayor parte del efectivo de las campañas en casi todas partes, excepto tal vez en Uruguay y Costa Rica.
Uruguay fue el primer país en el mundo en dar un subsidio público a los partidos políticos, en 1928. Ahora la mayoría de las democracias latinoamericanas lo hacen, pero en su mayoría los subsidios son pequeños. En Venezuela, en teoría, no hay subsidios; en la práctica el partido gobernante despliega dinero y recursos estatales ilimitados en sus campañas.
Toda América Latina excepto El Salvador prohíbe las donaciones políticas extranjeras. Eso no impidió que Hugo Chávez de Venezuela y el Partido de los Trabajadores de Brasil (vía Odebrecht) financiaran campañas en otros países, para contrarrestar el sesgo de centroderecha de donaciones privadas.
Las donaciones corporativas han llevado a veces a la captura privada de sectores del gobierno. Tal es el caso de Chile, una de las democracias más avanzadas de la región, que recientemente ha sido sacudida por varios escándalos de financiamiento político.
Lo más preocupante fue la revelación de que varias grandes empresas pesqueras financiaron a políticos que debían haberlas regulado, pero en su lugar les permitieron tener derechos sin restricciones para saquear perpetuamente los mermados mares chilenos.
El parlamento de Chile ha aprobado nuevas normas elaboradas por un comité encabezado por el economista Eduardo Engel. Estas restringen la publicidad al aire libre, aumentan los subsidios públicos, impiden las donaciones corporativas y regulan las de los individuos.
Del mismo modo, Brasil ha prohibido las donaciones corporativas y ha reducido la duración de la campaña oficial. Varios otros países están considerando reglas más estrictas. Pero en Chile algunos políticos culparon el mínimo histórico de participación ciudadana (de 35%) en las elecciones municipales del pasado mes de octubre por la falta de una “atmósfera electoral”.
En las elecciones municipales de Brasil del año pasado, las restricciones en las campañas parecían haber ayudado más de lo esperado a que los alcaldes de turno sean reelegidos.
La reforma de la financiación de campañas electorales está plagada de pros y contras y de consecuencias no deseadas. La financiación pública de la política es impopular; en México puede haber aumentado, en lugar de recortar, el costo de las campañas. Las prohibiciones a las donaciones corporativas (que existen en varios países) puede llevar a recurrir al crimen organizado por dinero.
Sin embargo, el status quo se ha vuelto insostenible. Parece correcto tratar de reducir el costo de las campañas acortándolas. En cuanto al dinero corporativo, algunos sugieren una divulgación obligatoria más que una prohibición.
Engel dice que un papel para el dinero corporativo podría ser aceptable en Chile en el futuro. Quizás lo más importante es que la aplicación de la transparencia o la prohibición requiere de autoridades electorales capaces y neutrales. En la elección municipal chilena, las autoridades dificultaron de forma absurda a las personas a exhibir carteles de campaña en sus hogares.
En una región de gran desigualdad de riqueza, es difícil no estar de acuerdo en que las donaciones políticas corporativas deben estar estrictamente reguladas. Pero el financiamiento electoral es un problema para el cual no hay panaceas, solo decisiones difíciles y una verdad incontrovertible: la política democrática cuesta dinero, y alguien tiene que pagar por ello.