Por C. de la Hoya
El sol está pegando con palo y para sujetos de edad provecta como uno es cada vez más difícil pasar de los líquidos gélidos –alrededor del cuerpo o echándolos garganta adentro– a los sólidos de temperaturas más serias, por muy competentes que estos parezcan. Si en invierno es normal dejarse barba, en verano debería ser bien visto dejarse panza chelera.
Pero cortemos la línea de flotación, que a nada productivo conducen estas ensoñaciones estivales, y trasladémonos de la piscina a la caldeada realidad. Hablaba justamente de lo que “la calor” termina por promover a la hora de escoger el destino gastronómico: aire fresco, plato frío y su jaibol al polo. Así que, puestos en la vereda tropical, Esteban Peccio optó por darse un salto al corazón metálico de San Isidro y probar suerte en el Sushi Cage, santuario japo del Swissôtel.
La suerte de este cinco estrellas parece haberse encadenado a su privilegiada ubicación y a la deriva de sus sobrios pero elegantes comederos: La Fondue, La Locanda, Le Café y el Gourmet Deli, sin olvidar, desde luego, el Lobby Bar, donde cierto turismo a Papelonia ha practicado el arriba firmante. Todos de un nivel más que aceptable. En materia hotelera, semejante variedad en la oferta culinaria solo se podría comparar a la del Westin Lima.
Imperios del sol naciente
Aunque se debe comenzar rajando de la ausencia de una barra propia: lamentable y hasta incómodo para quienes cultivamos un moderado etilismo cotidiano. Si bien, en rigor, el formato es el de un sushi-bar, bien podría haberse hecho un pequeño espacio propio con los bebibles de la casa.
No es lo mismo, pero vale agregar en su descargo que casi-casi nos taparon –habría que decir, nos llenaron– la boca con un novedoso Sake sour, que entonó lo suficiente como para aventarnos el Chilcano de mango que ofrecían. Nos propusieron asimismo un Sake-lychee (con la consabida ciruela oriental) y un Saketini, pero a esta mesa le supo a chino. Pasa luna, pasa sol.
El Sake sour resultó un breve jolgorio para el paladar, quizás por la astringencia del licor japonés en desatada sociedad (inclusiva) con los cracks de nuestro coctel de bandera. Interesante, pero hasta ahí namá.
Y fue en tan luctuosas circunstancias que en la mesa apareció el Session 2 que le ha dado fama entre el yuppierío vecino, una de esas mega-tablas que funcan como los consabidos menús de degustación en restaurantes de otras especialidades. Pasemos lista: Rolls acevichados y flambeados con salsa de anticucho, casi de ciencia ficción, no sé si llamarlo hallazgo nikkei o puro delirio culinario, estupendos; Sashimis de salmón y atún y Nigiris idem, muy en regla; Ebi kani makis, empanizados de langostino con pulpa de cangrejo y mayonesa picante, otra logradísima salida extraterrestre del chef Norio Takeda; Bazuka makis, de conchas de abanico con mayonesa picante, palta y ovas de pez volador, cuyo exótico estro invita a descripciones más bien surrealistas que ahorraré al lector; el conjunto se redondeaba con el Spring kani maki, otra vez el cangrejo, otra vez la palta y otra el pez volador, que en este bocadillo no agitó tanto las alas.
Multiplicación de los Peces
Con una carta más reducida de lo que parece indicar su longitud papelera, ya que son diversas combinaciones de los mismos insumos , nos aventamos a pedir sendos platos laterales, en compañía de un jovencísimo Viognier Alma Negra, bodega mendocina ahora top en su país, que en la práctica es un spin-off de la distinguida familia Catena: un vino de los que ahora se llaman de autor, que regaló una fiesta de fruta, sin que se le escapara el aire sorprendentemente –como suele ocurrir con estos blanquiñosos algo ligeramente cabros– en ningún momento. Muy sólido en su ligereza.
El Tiradito especial de la casa, hostias de salmón, lenguado, pulpo, conchas y langostinos, con aceite de ajonjolí, kion, furikake (ahogado a base de algas marinas) y quién sabe qué otra especie nipona de nombre nada cristiano, fue el raye de la noche con esa casi total desactivación de la acidez que indica la propedéutica, y su trastocada pulpa sustanciosa: un anti-tiradito más bien, pero por lo demás irreprochable.
La escasez de platos calientes me sonó más feo que prontuario de revocador municipal, pero a insistencia de la mesa, se sacaron de la manga unas empanadillas hechas al vapor llamadas Gyozas (ninguna relación con el autor de La ciudad y los perros), rellenas con carnes de res y chancho, que fueron como poner el “lado b” del disco de esta comida: consistentes, sabrosas y de gran ensamblaje.
Las acompañamos con un tinto Misterio Alma Negra 2009, de la misma bodega que el anterior, un blend de nobleza que para nada transmitía la petulancia de otros vinos de corte similares –dominados subrepticia o abiertamente por el cabernet– y con una taza de Yakimeshi de mariscos y pollo que ni defraudó ni deslumbró. Los Spring age, una fritanga de pasta de arroz rellena con langostinos, shitake y lomitos de res y chancho solo pudieron acompañar la elegancia del magnífico caldo argentino, que se honró, eso sí, hasta la última gota.