Un lunes cualquiera a las ocho de la mañana, media ciudad quiere llegar a su destino. El problema es el mismo: atorado en el tráfico y a punto de alcanzar el semáforo, otro conductor quiebra, arremete su auto y le gana el carril.
“¿Adónde iría toda la agresión del limeño estándar si no pudiera meterle el carro al otro?”, se pregunta Julio Hevia, psicoanalista y docente universitario. Pero la cuestión puede ir más allá. ¿Por qué somos tan violentos?
“En Lima no se respetan las leyes, y a falta de estas, hay un set de reglas particulares que quizá uno aprendió en el colegio, el barrio o una ‘pichanguita’”, señala.
Esta filosofía “pichanga” se expresa en el imaginario nacional sin discriminar. Y el escenario perfecto para su performance es, cómo no, el tráfico y su hora punta.
Avenida democrática
El show de las avenidas, curiosamente, produce una reacción bastante social. “En las pistas tenemos un escenario democrático no formalizado, equivalente a una homogeneización de todas las clases. O a la inversa: una lucha de clases particular”, describe Hevia.
No importa si conduces un BMW o una combi alquilada, el asfalto nos coloca a todos en igualdad de condiciones, y libera nuestros prejuicios, añade.
Si a este impulso primigenio le sumamos la prisa de cada uno, probablemente lleguemos a una conclusión explosiva, de revanchas y revoluciones: las mismas que se toma la gente que viaja a pie, se mete en la cola y no usa los puentes peatonales.
“¿Por qué tendría yo, además de ganar el sueldo mínimo y vivir en condiciones paupérrimas, respetar las reglas? No pues, me meto. Déjenme a mí correr este riesgo”.
Podría ser rebeldía o autonomía, refiere. Pero también una escalera social, en donde el margen para tomar decisiones libres es menor conforme vamos descendiendo.
Caballeros de antaño
“¿Ya no hay caballeros en Lima?”, pregunta indignada una mujer de treinta años, furiosa porque no pudo conseguir mejor lugar en la fila.
Hace medio siglo primaba esta costumbre como convención social de cortesía. El feminismo le dijo basta.
“La caballerosidad es el lado ‘sweet’ de un machismo que imperaba en desmedro de las posibilidades femeninas”, señala.
Pero ¿por qué hoy vemos tanta agresión contra la mujer? La respuesta es un poco paradójica: la estructura patriarcal está perdiendo lugar.
Justo cuando la mujer reivindica sus derechos, sale del clóset o denuncia al marido, las agresiones parecen multiplicarse, apunta Hevia.
Señala que adquieren un lugar en la agenda informativa. La reciente debilidad del statu quo machista reacciona con violencia al ser evidenciada.
Cerremos los ojos
Un hombre golpea brutalmente a su pequeño en la calle. La mamá al teléfono. El transeúnte mira al suelo. Los choferes en su salsa, alguno toca el claxon. Prefieren al malabarista del semáforo. ¿Por qué?
“En el Perú hay una tendencia del ‘¿por qué yo lo tengo que hacer? Yo no arriesgo, hazlo tú’”, subraya el docente. La respuesta es la misma que descubrió el feminismo hace 50 años. ¿Por qué la mujer no hablaba del acoso y la violencia? Porque iba a ser objeto de una crítica masiva.
“La categoría del ‘qué dirán’ está bien consolidada en la mirada del ciudadano estándar”, señala. “Mides entre la necesidad de manifestarte abiertamente contra algo y los efectos públicos que puede suscitar en tu contra”, añade.
Al final, todo se resume en un peruano que busca su independencia, pero no puede desligarse de la mirada ajena. “Es un elemento que le cuesta trabajo descongelar”, culmina.
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DIXIT*
“En otros países, al lado de este culto a la violencia, hay valores que velan por la convivencia y la colaboración. Nosotros llegamos tarde a la repartición del respeto. Probablemente, seamos los últimos de la fila”.
Julio Hevia
Psicoanalista y docente universitario