Lionel Messi vomitó la noche anterior a la final de un torneo en Perú. Era 1997, tenía nueve años y un pollo frito servido en la esquina de un barrio limeño le había causado una afección estomacal. Pero al día siguiente, tomó un rehidratante, metió nueve goles y campeonó. Vestía la chaquetilla del Newell’s Old Boys, donde también jugó Maradona, y dejó una temprana huella personal en su primer encuentro en el extranjero: fue goleador aquel año en la Copa de la Amistad que organizó la Academia Cantolao.
Días antes del Mundial que ya se vive en Brasil, Messi también vomitó. Y vomitó varias veces. Y un aura de miedo se apoderó del mundo. Era de suponerse: nadie quería ver un Mundial sin él en la cancha. Menos Argentina. Y menos en Brasil. A diferencia de lo que le pasó en Perú hace casi dos décadas –que bien narra Juan Pablo Meneses en su libro “Niños futbolistas”–, esta vez fue una carga emocional que se evidenció en un problema en el estómago. Pero, como las historias suelen ser circulares, ya saben qué pasa cuando Messi tiene estas arcadas antes de un encuentro: metió el gol que selló el triunfo de la selección argentina contra Bosnia, rompiendo su sequía mundialista.
Las crónicas deportivas hablan de un Messi tímido, sencillo y solitario fuera de las canchas, pero que gana como US$ 35 millones por promocionar diferentes marcas de todo rubro. El periodista Leonardo Faccio lo entrevistó durante quince minutos y descubrió que lo que más le gusta al astro del fútbol es dormir la siesta. En su perfil “Messi: el goleador que nos despierta se va a dormir”, narró que a la ‘pulga’ le aburre el playstation, los viajes, Disney World e ir de shopping. Solo se queda encantado con los perfumes, porque no se notan. Se sienten. Y Messi necesita sentir las cosas para triunfar: “El siempre necesitó jugar por algo”, dijo Fabian Soldini, el hombre que lo llevó al FC Barcelona.
A los trece años, Messi viajó a España porque en Argentina ningún club le quería pagar su tratamiento para crecer (sufría de una suerte de ‘enanismo’ por un trastorno en la hormona del crecimiento), y se quedó allí hasta ganar 21 títulos con el Barça desde su debut en el 2004, entre ellos tres copas de la Liga de Campeones. Lleva más de 350 goles anotados –superando los 345 que hizo Maradona en toda su carrera–, y ha sido el Balón de Oro cuatro veces continuas (2009, 2010, 2011 y 2012).
En deuda con la albiceleste
Con la selección de Argentina, ganó un torneo sub 20 y los juegos olímpicos de Pekín, y tiene 38 goles, solo detrás del líder Gabriel Batistuta con 56 dianas. Pero no tiene los triunfos que necesita un ser humano para asegurar su puesto en el olimpo del fútbol: hasta antes de llegar a Brasil, Messi había jugado 571 minutos en dos mundiales, en ninguno de ellos había salido campeón y solo tenía un gol en las estadísticas. Su único tanto lo había convertido en su debut copero, el 16 de junio de 2006, en el Mundial de Alemania; después lanzó 30 tiros al arco durante el Mundial de Sudáfrica 2010 sin ningún éxito. Fue un capitán para el olvido.
Pero Messi siempre necesitó jugar por algo. En Sudáfrica tuvo de director técnico a D10S y eso parece haber repercutido cuatro años después en Brasil. Un mural del Papa Francisco preside la concentración de la selección argentina y un hincha que burló la seguridad en el entrenamiento le besó los pies y luego lanzó una plegaria al cielo. Messi y Maradona jugaron en el Newell’s Old Boys y en el FC Barcelona, usaron el número 10 en la dorsal, metieron goles extraordinarios y son los depositarios de la devoción futbolera de Argentina. Messi metió más goles que Maradona, ganó más títulos que Maradona, cobró más que Maradona (acaba de renovar contrato con la azulgrana por US$ 27 millones anuales, que lo convierte en el futbolista mejor pagado del mundo), pero nunca alzó una copa mundial.
En España, las críticas le achacaban a Messi una apatía que hizo que el Barça pierda las tres principales copas de la temporada europea, todo por guardar motores para el Mundial de Brasil. Poco importaban los problemas judiciales que atravesaba el capitán argentino: se le acusó de evasión de impuestos por US$ 6.6 millones (ya cancelados) y de lavado de activos y fraude fiscal por US$ 1.36 millones a través de sus partidos benéficos (actualmente en investigación). Messi prefirió guardar silencio ante una prensa que le pedía declaraciones sobre lo que hacía dentro y fuera de las canchas. Pero en el partido inaugural de la selección argentina en Brasil, a los 64 minutos con 27 segundos, Messi respondió con lo que mejor sabe hacer: un gol épico. Tras una carrera arrolladora con el balón desde el medio campo y una triangulación con Gonzalo Higuaín, disparó al ras del césped y hundió el esférico en la red, después de un palo caprichoso que solo le añadió un poco de drama al gol.
Messi gritó durante unos segundos con la cabeza gacha, como dándose fuerzas a sí mismo, luego levantó la mirada hacia la tribuna y lanzó un gancho como de boxeador hacia el cielo. Su rostro parecía gesticular un llanto de revancha, que no terminó de expresarse por la ola de abrazos de sus compañeros. Argentina no estaba haciendo un buen partido, pero bastó la genialidad de su capitán para asegurar los primeros tres puntos en la carrera por levantar la tercera Copa Mundial de la FIFA. Messi rompió la mala racha de casi ocho años sin anotar en un Mundial y abrió la esperanza de repetir la hazaña de México 86, pero con él en la ofensiva en vez de Maradona.
“Quería sacar la energía de otras ocasiones, en que las cosas no se daban. Siempre es un gusto anotar con la selección”, dijo Messi apenas finalizado el partido contra Bosnia. Era notoria su revancha: él siempre necesitó jugar por algo. De niño aprendió a inyectarse hormonas para crecer y ser el jugador más grande del mundo. Hoy ese ‘algo’, que lo es todo, es el Mundial. Y ya comenzó (comenzamos) a sentirlo, luego de su encuentro con el gol y consigo mismo.