Cuando Joan Roca iba a la discoteca con 15 años, evitaba contar que quería ser cocinero porque así no ligaba. Un ejemplo simple para explicar el cambio radical de estatus que han vivido los chefs.
“En una de las etapas de nuestra última gira, los cocineros de un restaurante de Houston iban a la discoteca con la chaquetilla porque así triunfaban”. Lo relata a carcajadas uno de los lados del triángulo de El Celler de Can Roca, con tres estrellas Michelin y elegido mejor restaurante del mundo. “Este fenómeno puede hacer daño a la gastronomía si se llena de frivolidad, pero no estamos en ese punto. Hay un fondo profesional y una seriedad”, responde con contundencia Joan Roca.
El chef es cercano en el trato y reflexivo en sus argumentaciones. Su aura no se evapora ni cuando se le pregunta por la gastroburbuja. “Si existiera, habría explotado hace tiempo. Lo que hay es un creciente interés de una sociedad que quiere disfrutar de la gastronomía, cocineros y pequeños productores comprometidos, un público que lo consume y un turismo específico. Eso es demasiado sólido y serio para ser una burbuja”.
Roca es el mayor de los tres hermanos, pero la edad no desestabiliza su filosofía de liderazgo compartido. “Hablamos mucho porque somos el consejo de administración y, a la vez, el embrión creativo de los platos. Buscamos consenso y nos convencemos entre nosotros”, asevera.
“La clave es que cada uno se ha tomado muy en serio su papel en un triángulo de protagonismo bastante equilátero. Pitu (Josep) es el filósofo, el que pone la sensibilidad y tiene la capacidad de transmitir el mensaje, mientras que Jordi es la parte irreverente, canalla y de riesgo. ¿Y qué papel le toca a Joan? “Yo soy el catalizador. El que intenta poner sentido común y, en cierto modo, el que dota de arquitectura a una idea”.
Con los papeles claros y la orquesta a punto, trabajar con la familia es una ventaja. “No hubiéramos llegado aquí si no nos lleváramos bien. Compartimos la visión de que el restaurante es una forma de vida; un buen negocio, pero no un gran negocio, porque aunque no perdemos dinero, el margen es pequeño. Si uno de los tres tuviera la necesidad de tener un yate de 40 metros, no nos entenderíamos”, argumenta el cocinero con una sonrisa irónica que proyectan más sus ojos que sus labios.
Dice que, a pesar de los focos y las estrellas, no deja de ser un trabajo duro. “Empezamos a las 9 de la mañana y muchos días salimos del restaurante a las 2 de la madrugada. Estos horarios no se entienden si no tienes una línea muy delgada entre el ocio y el trabajo”.
Por ello, habla con entusiasmo de las giras de los Roca que permiten “regenerar ideas, cohesionar equipos y son una cura de humildad porque todo es nuevo”. Parece difícil no sentirse alguien importante cuando a uno se lo repiten a diario. “Estar en el barrio en el que nacimos, cruzarnos con la gente de siempre y comer en el bar de nuestros padres es un baño de normalidad que relativiza todo”.
El futuro ideal para el chef sería alargar el presente. “Es el momento más maravilloso que pudiéramos imaginar, pero no por ser el número 1, porque eso tarde o temprano no lo tendremos, sino porque el equipo desborda ilusión, compromiso, sentido del humor…”.
¿Y los Roca cerrarían El Celler para reinventarse como hizo Adrià con elBulli? “No, no lo creo, nos gusta lo que hacemos y si uno quisiera, los otros dos tirarían de él. Otra razón es que nosotros tenemos hijos y Ferran, no; es difícil alargar el momento actual, pero nos gustaría pensar en un legado, aunque depende de ellos. La nuestra es una historia más próxima y familiar que ya va por la tercera generación. Vamos a ver si hay una cuarta, y eso es lo que definirá el futuro”.
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