A Fernando Valcárcel le legaron el gusto por el mundo sonoro: sus abuelos se enamoraron tocando obras para piano a cuatro manos; su padre, Édgar Valcárcel, compositor peruanos prominente, impregnó música del altiplano en sus piezas, y Teodoro Valcárcel, su tío, también músico, se conectó con el indigenismo. Así, entre lo andino y lo académico, lo popular y aristocrático, creció el director de la Orquesta Sinfónica Nacional.
Fernando luce una camisa blanca impecable, sonrisa amplia, frente alta, atravesada por líneas, de esas que dejan los intentos de dar indicaciones sin mediación de palabras. Reposa sobre un sillón y reduce los ojos como quien evoca un acontecimiento: “Cuando llegué aquí fue doblemente satisfactorio, no solo por ser el principal elenco orquestal del país, el punto último de aspiración de cualquier director local, también por ser alma máter de mi padre”.
Dice, y que a don Édgar le entusiasmó, pero también le preocupó cuando le contó su vocación, porque la vida de un músico, “y encima académico”, es muy dura. De manera que quiso que sea un profesional, “no un empírico”. Y así fue.
Estudió composición y piano en el Conservatorio Nacional de Música y, más tarde, una maestría en dirección en EE.UU. “No existe director químicamente puro; serlo implica convertirse antes en instrumentista o compositor”, alecciona.
“Quiero que se perciba a la OSN como un ente que hace música viva, a todo nivel, en lo popular y académico”.
Marca de gestión
Fernando tiene la Sinfónica –literalmente– en sus manos y la ha conducido a un punto de quiebre: ha comandado propuestas de fusión y lo ha hecho recogiendo elementos de la música popular para incorporarlos a la música académica. Así, entre nuevas partituras y ‘tempo’, Fernando rema sobre el afán de cambiar la percepción – quizá generalizada – de la Orquesta como gusto elitista.
Manteniendo el repertorio tradicional a través de clásicos europeos, el director ha asumido el reto de remontarse a las raíces peruanas para “enganchar nuevos públicos”, un acercamiento, según aclara, “espontáneo” en el que tuvo que ver su formación “como descendiente de una familia provinciana”.
Y no tarda en lanzar enumeraciones: Lucy Avilés, Manuelcha Prado, Dina Páucar, Lucho Quequezana, Bareto se cuentan entre los artistas con los que ha compartido escenario.
¿Es el sello de su gestión? “Trato de darle más fuerza que antes”, responde sin aires de solemnidad. “Nuestra función es la de retar al público con nuevas formas de entender la música desarrollando gustos no cuadriculados, cerrados o estrechos”. Dice que ello ha derivado en una Sinfónica más plural. ¿La pretensión? “Que no sea algo de museo”.
“La Sinfónica tiene que ser un ente renovador, transgresor, creativo, que proponga cosas como sello distintivo”
Sobre el escenario
¿Y los músicos lo entendieron así desde el primer momento? “Fue todo un proceso”, recuerda, y que “tal vez al inicio no les gustaba porque no se sentían familiarizados” con la música académica contemporánea; pero que “ahora ya tienen una actitud distinta hacia otras propuestas sonoras”. Y dispara: “Todas igualmente válidas”.
Fernando es un convencido de que toda Orquesta necesita nutrirse de invitados, “ya sean directores compositores o solistas”, pues enriquece la percepción del público, pero también la del músico. Su memoria no lo traiciona y recuerda haber dirigido la Novena Sinfonía de Mahler, Sinfonía Turangalila de Messiaen, El movimiento y el sueño de Celso Garrido-Lecca. “Obras colosales, de dimensiones ciclópeas”, expresa con un hálito de orgullo.
Ahí arriba sobre el escenario no hay espacio para refinamientos. Hay tensión, hay sudor, hay chispazos. La dinámica se sostiene en los gestos del director: el compás de sus manos, el entrecejo, la mirada austera como el enlace que armoniza instrumentos aparentemente independientes. “Lo ideal es mostrar con un mínimo de palabras la idea de la composición”. Dice que el secreto está en los ensayos, en la repetición hasta (¡‘vualá’!) conseguir el efecto.
¿Y cree que las personas tienen ese concepto del director tirano, salvando distancias, como J.K. Simmons en Whiplash? “A veces, tenemos esa imagen, pero la Orquesta es una muestra humana del concepto de jerarquía; más que tiranía, jerarquía”, corrige. “No se puede ser enteramente horizontal, aunque claro que siempre es mejor invitar que ordenar, pero que ¿si es una democracia? No lo es”, responde sin perder la sonrisa.
OTROSÍ DIGO
Planes y un camino hacia el bicentenario
Proyectos. Fernando Valcárcel confiesa que, pese a sus intentos de descentralizar la OSN, no se da abasto, “necesitaría seis o siete orquestas más”. Aun así, hace lo que se puede y alista nuevas visitas a provincias, pero también al extranjero.
A ello se suma un “proyecto discográfico editorial que representará la creación musical peruana tanto a nivel de audio como de partitura”. Ello se concluirá en 2021, vale decir que en unos cuatro años todos los peruanos deberíamos poder acceder a un corpus de discos compactos y ediciones de partituras que buscan poner en valor nuestro patrimonio sonoro clásico.
Hoy en día todo está desperdigado: “si en este instante buscaras un compositor peruano determinado, no tendrías cómo llegar a su creación, ¿quién la podría tener?, ¿quizá su viuda?, ¿sus nietos?”, aterriza Fernando. Acto seguido comenta: “esta acción discográfica –y editorial- ha iniciado este 2017”.
La idea consiste en lanzar tres discos por año, para tener hacia el bicentenario una colección de doce obras de compositores peruanos imprescindibles. “Tanto en lo popular como en lo académico”, recalca.
Bajo ese esquema, cuenta que hacia julio saldrá el primer álbum y que girará en torno a Teodoro Valcárcel, Premio Nacional de Composición de Perú (1928). A lo que seguirán ediciones sobre Celso Pulgar Vidal y Dina Paúcar con Lucho Quequezana. Ello sin un propósito comercial, solo de difusión.