Diario Expansión de España
Red Iberoamericana de Prensa Económica (RIPE)
Rem Koolhaas es un arquitecto atípico. Ni el estrellato lo ciega ni el papel de gurú le tienta. Su discurso, sin embargo, no se ciñe a cuestiones estrictamente gremiales. Opina con libertad, por supuesto, y desmenuza desde su prisma cosmopolita las grandes transformaciones del planeta. Hace menos de dos semanas, Anatxu Zabalbeascoa, una periodista de El País, le preguntaba por las cosas que la sociedad contemporánea sobrevalora.
El holandés habló de dos fenómenos, la razón comercial (más vinculada en el contexto de la respuesta a las tendencias del mercado arquitectónico pero al fin y al cabo premisa aplicable al bloque capitalista), y la obsesión por la seguridad. “En los años 80 había más terrorismo y menos miedo. Lo que hoy nos causa miedo es que pensamos que los terroristas son gente muy distinta a nosotros”.
La paradoja es tremenda. Porque esa preocupación universal, aún más agitada tras el serial de atentados islamistas en el corazón de Europa, no se traduce de momento en una gestión celosa de los datos que cedemos a las empresas tecnológicas, desde Google hasta Facebook pasando por Telefónica o Vodafone, abriendo así una grieta compleja por donde podrían filtrarse no solo los abusos corporativos sino los ciberdelitos.
Es justo ahí, en el núcleo de esa contradicción, donde los Gobiernos plantean y plantearán con mayor intensidad en el futuro, el siguiente dilema: “Estimados conciudadanos, ¿qué prefieren? ¿Más libertad o más protección?”
A juzgar por el comportamiento del usuario promedio, ese que nunca lee las condiciones que acepta al tomar un servicio tecnológico vinculado a internet, la respuesta parece clara. Casos como los de John Snowden o Apple en su teatral defensa de los datos del cliente frente al FBI dejan en el aire la sospecha de que nos hemos echado alegremente en brazos del Gran Hermano orwelliano sin demasiado cargo de conciencia.
Lo que hace la NSA (National Security Agency, producto de espionaje masivo made in USA) no equivale, obviamente, al modus operandi de los tecnogigantes mundiales porque estos piden permiso antes de deslizarse hasta las mismas entrañas de tu vida.
Forrester es una consultora americana que cotiza en el Nasdaq y elabora varios productos pata negra de consumo gratuito. En su mapa sobre la privacidad y la protección clasifica a los países en función de sus escrúpulos en este terreno. España queda por detrás de una reducida élite de la ejemplaridad integrada por naciones como Finlandia, Dinamarca, Estonia, Holanda, Portugal, Grecia y Argentina, pero sus estándares son buenos, bastante por encima de la media. En el furgón de cola están China, Paraguay, Nigeria y Tailandia, pero lo más llamativo es que justo después, a la misma altura que Rusia, Brasil, Turquía o India, aparezca Estados Unidos.
Forrester destaca que tanto las políticas de vigilancia estadounidenses como las británicas son tan intensas que pueden impactar en la esfera privada. De hecho, al estallar el ‘caso Snowden’ trascendió que el Ejecutivo de Estados Unidos recolectaba a granel metadatos de telecomunicaciones, práctica que el Tribunal de Apelaciones consideró ilegal en mayo de 2015. Se supone que las cosas han cambiado. A Europa, además, la mueven otros valores. Hacia ellos tiende la nueva normativa de Bruselas.
Pero analicemos antes la conducta del cibernauta. Xavier Ribas, director académico de Esade-URL, diferencia tres horquillas generacionales: la de los jóvenes de 11 a 25 años, “una etapa en la que eres totalmente inconsciente en el sentido de desconocimiento y despreocupación por lo que hacen con los datos las operadoras y los propios amigos”; la de los “adultos conscientes”, personas de entre 26 y 40 años con un background superior y la doble responsabilidad de manejar adecuadamente los datos propios y los de los hijos (con políticas que van de la tutela extrema al enseñar a pescar “sin darles el pescado hecho”), y la de los “cibergarrulos”, los mayores, “donde vuelve a haber peligro”.
Ricardo Pérez, profesor de Innovación Digital en IE Business School, traza un retrato robot del perfil dominante. “La gente comparte sus datos sin pensarlo, no saben sus derechos ni las medidas de seguridad que deberían adoptar. El resultado es que las empresas beneficiarias hacen con nosotros lo que quieren. ¿Cuántos nos hemos leído el acuerdo que firmamos cuando contratamos los servicios de Facebook? Si sobre esa primera capa colocas el nuevo mundo del internet de las cosas, la geolocalización, los coches sin conductor, las pulseras y los relojes inteligentes, tendrás la estampa de lo que llega: ofertas muy personalizadas cuya contrapartida es la privacidad.
Luego están los intereses de los Gobiernos, porque el terrorismo ya no es lo que era, y esas administraciones necesitan rastrear lo que determinadas personas hacen por ser sospechosas. No existe una solución perfecta. Los más listos serán capaces de configurar esa privacidad y el uso de sus datos, pero esto ya ocurrió con la aparición de Gmail. El Estado de California demandó a Google por invadir la privacidad y sin embargo hoy su servicio de correo electrónico es líder planetario. Lo que el usuario busca por encima de cualquier otra consideración es que ese servicio tenga valor. ¿Cuántas personas se han dado de baja en WhatsApp tras anunciar Facebook que utilizará los números de teléfono para fines comerciales?”
LA TRASTIENDA
Un poco de psicología social ayuda a deshacer el ovillo de nuestras contradicciones. “El asunto de las cláusulas de privacidad encierra una conducta muy curiosa: se aceptan cuando el usuario ya está deseando hacer algo. ¿Quieres un perfil en Twitter? Rellenas los campos requeridos, eliges una foto y listo. Sin embargo, nadie firmaría una hoja en blanco con un banco”, explica Alberto Tornero, profesor del máster de big data de la EOI. “Nos hemos acostumbrado a no pagar por algunas cosas, parece que internet es gratis, pero las empresas que están ahí se rigen, como todas, por un ánimo de lucro que permite desembolsar salarios y afrontar nuevas inversiones”.
Entender qué mecanismos se activan cuando recurrimos a un tercero es crucial. “Se aplican las condiciones generales que el usuario acepta, por eso es importante conocerlas. En la trastienda siempre habrá una compañía con sus fines más o menos confesos. Cosa distinta es que la legislación, los tribunales y las administraciones públicas deban velar por que los derechos del consumidor sean respetados y las empresas revisen lo que falla. Cualesquiera que sean las cláusulas, siempre tendrán enfrente la barrera del derecho fundamental a la privacidad derivado del artículo 18 de la Constitución española, así como los recogidos en la ley orgánica de protección de datos y el reglamento europeo”, recalca Tornero.
El 25 de mayo de 2018 entrará en vigor el reglamento comunitario destinado a recortar el margen de maniobra de las supertecnológicas. Bruselas pretende dar un salto adelante y consolidar a la UE como fortín garantista frente a las malas prácticas comunes en otras latitudes. Los cambios introducidos colocarán un corsé en las anchas cinturas de Google, Facebook, Apple, Twitter e Instagram, por citar a los monstruos más célebres, porque esas empresas serán responsables del tratamiento dispensado a los datos de los ciudadanos europeos que obren en su poder aunque estén instaladas en Estados Unidos (hasta ahora esa era la excusa para colaborar poco o nada).
Un ejemplo: Google España será la única responsable de las referencias de ciudadanos españoles procesadas al otro lado del Atlántico. Las implicaciones de este mecanismo no son menores, ya que el afectado podrá ejercitar sus derechos (cancelación, rectificación, olvido, portabilidad) en su país de origen. Hasta ahora, las solicitudes se enviaban a Mountain View y si te he visto no me acuerdo.
Ya lo mencionábamos antes. Facebook prendió (otra vez) la mecha al anunciar que podría aprovechar los datos de WhatsApp, al fin y al cabo su filial, para explotar la veta comercial inherente a un listín telefónico tan imponente.
En realidad, tal y como aclara el profesor Ribas, el derecho de oposición sigue vivo y coleando. Ejercerlo es lo que impide a Amazon explayarse con el remarketing (buscas un día un reloj y los anuncios te persiguen, pero esta pesadilla es suprimible a través de la configuración de la cuenta y entonces Amazon tiene que eliminar los banners). “Con WhatsApp sería tan fácil como decir que no quieres que determinados datos se utilicen para esos fines”.
VICIOS INCONFESABLES
Uno de los escudos habituales en este escenario es la palabra “agregado”. Datos no personalizados, sin cara ni nombre, que habilitan a compañías como Telefónica (vía Smart Steps) a vender a otras compañías soluciones de big data muy útiles para conocer hábitos comerciales. “Cada objeto conectado a internet tendrá su dirección IP para toda la vida, y eso lo hará rastreable siempre.
El big data permite obtener información dispersa para elaborar perfiles muy detallados sobre la persona, incluso sus vicios más inconfesables. Dependiendo de la explotación, puede generar una indefensión muy grande”, advierte Ribas. El Viejo Continente, pese a todo, es un entorno protegido. En Estados Unidos, un banco puede mandarte publicidad cada vez que manifiestes (en internet) tu intención de comprar algo, igual da una marca de coches o de lavadoras. El anunciante pagará 10 céntimos de dólar por cada acción de marketing y dos dólares si se trata de una mujer embarazada.
Chema Alonso, chief data officer de Telefónica, alertaba en febrero del poder casi nigromántico que tendrán los poderosos del dato para calcular incluso la fecha de nuestro deceso. Según Ribas, un porcentaje muy notable de empresas americanas rechaza ya a candidatos a un puesto de trabajo por alguna de sus publicaciones en Facebook. Lo mismo ocurre con las solicitudes de hipotecas. Por eso Europa es todavía un lugar más amable: el reglamento permitirá conocer las razones por las que se toma una decisión que te afecta y cuáles son los datos que efectivamente se han manejado para tomarla.
VATICINIOS
El pesimismo es la nota predominante. Pérez vaticina más robos de identidad y una atmósfera muy Minority Report. Ribas secunda la tesis. “Al final, se cumplen todos los vaticinios de las distopías: el análisis del ADN, la geolocalización… Fíjese en las radiografías a las que nos someten ya en los aeropuertos americanos. Lo de que el ser humano tenga un chip que controle sus pasos será voluntario, supongo, porque el ordenamiento jurídico consagra el principio de proporcionalidad, que prioriza el medio menos intrusivo siempre que cumpla las mismas funciones”.
Tornero, en cambio, suaviza el panorama. “No estamos solo ante una relación de miedo y ataque. La tecnología encierra riesgos pero también posibilidades de consumo o, más relevantes aún, de salud”.
Respecto a la batalla por el dato, “vencerán las empresas capaces de conjugar mejor el valor añadido y el respeto a la información de la que disponen. Personalizarán la banca, los retailers, lel pilar colaborativo de la economía, y habrá áreas tradicionalmente resguardadas, como los transportes, que serán liberalizadas”, sostiene Ricardo Pérez. “Cada uno hará lo que quiera. Como el movimiento es pasar de la potencia al acto [© Aristóteles], no todo lo que parece que vendrá tiene luego que resultar”, concluye Tornero.