Venezuela ante la vida sin Hugo Chávez

Sentimientos encontrados después de la partida del mandatario. “No le deseaba la muerte ya que es un ser humano. Pero no lo voy a llorar”, dijo una abogada. “La vida sin Chávez es menos vida”, balbuceó una ama de casa.

(Foto: Reuters)
(Foto: Reuters)

Reuters.- A las cinco y media del martes 5 de marzo Venezuela se paralizó y, por un instante que pareció eterno, el país entero contuvo la respiración. Al recuperar el aliento, unos gritaron con dolor inconsolable y otros dejaron escapar un suspiro de alivio macerado durante 14 años. Hugo Chávez había muerto.

Francisca Suanzes estaba fregando los platos cuando escuchó un estruendo desgarrador que se propagó por el barrio Zamuro de Guarenas, una de las empobrecidas ciudades dormitorio que rodean Caracas. Alarmada, salió corriendo a la puerta de su casa. La escena que se encontró le heló la sangre y se echó a llorar.

Los vecinos habían salido a las calles casi por instinto, caminando erráticos y confusos con los ojos anegados en lágrimas. Unos se abrazaron, otros se tiraron desesperados al suelo y algunos golpearon frustrados las paredes. Muchos simplemente se quedaron paralizados en completo estado de shock.

De las precarias viviendas de ladrillo y tejados de zinc salieron quejas y lamentos ahogados por el tronar de tiros al aire y el ruido de un enjambre de motos que subía y bajaba la empinada barriada propagando el fatal desenlace de un presidente que para millones fue mucho más que un líder.

“La vida sin Chávez es menos vida”, balbuceó con la voz sofocada esta ama de casa de 56 años con los ojos aguados al recordar el momento en el que se enteró que su Comandante Presidente había perdido la batalla contra el cáncer dos años después de que le diagnosticaran la enfermedad.

Durante unas horas, el caos se apoderó de Caracas.

Los estacionamientos de los grandes edificios de oficinas de la capital quedaron desiertos y una larga procesión de conmocionados venezolanos salió a raudales de sus trabajos trancando calles, desbordando el metro e inundando avenidas para tratar de llegar a sus casas como fuera.

En la acomodada urbanización El Cafetal, Margarita Pérez y su hija volvían en auto a su hogar cuando una cadena nacional interrumpió la programación de la radio. Nada más escuchar la voz apesadumbrada del vicepresidente Nicolás Maduro anunciando la muerte de Chávez les invadió el temor y la urgente necesidad de llegar a la seguridad de su casa.

Las autopistas se volvieron intransitables, las redes colapsaron y enormes filas se formaron en gasolineras y mercados abarrotados de ciudadanos preparándose para lo peor, en un acto reflejo aprendido tras sobrevivir a décadas de crisis.

“No le deseaba la muerte ya que es un ser humano. Pero no lo voy a llorar. Que en paz descanse”, dijo Pérez, una abogada de 45 años, resumiendo los sentimientos encontrados que embargan a buena parte de los adversarios del mandatario al que veían como una amenaza para su presente y su futuro.

Los opositores quedaron tan conmocionados como los chavistas. Durante tres lustros, habían soñado una y otra vez con el momento en que Chávez desapareciera de sus vidas para siempre y con él, el miedo. Pero pocos imaginaron que sería así.

Durante unos momentos se escuchó el insistente repique de bocinas al recibir la noticia y hasta un par de solitarios cohetes de celebración.

Después, el silencio.

La larga despedida
Venezuela amaneció el miércoles sobrecogida con el retumbar de veintiún salvas de cañón disparadas por las guarniciones militares en todo el país en honor al Comandante en Jefe.

Miles de seguidores del mandatario se habían congregado desde la madrugada en el Hospital Militar, donde ingresó Chávez cuando regresó de Cuba dos semanas antes, y pasaron la noche orando, llorando y cantando por su líder en el comienzo de una larga despedida que todavía parece no tener fin.

Dos soldados en uniforme de gala montados en caballos blancos abrían paso al lento cortejo fúnebre que trasladó los restos mortales del presidente a una capilla ardiente en la Academia Militar, uno de los lugares más sagrados para el dignatario.

El recorrido fue desolador. Ancianos con el rostro demacrado por el llanto, mujeres que se desmayaron, hombres que se golpeaban el pecho y agitaban los puños, niños con la mirada perdida al paso del auto gris que transportó al modesto féretro cubierto con la bandera nacional.

Una impresionante multitud roja recibió a la comitiva en el monumental Paseo de los Próceres al son de marchas militares y canciones de lucha. Arrojaron camisetas, gorras, cartas, fotos y flores sobre el ataúd, que muchas veces caían a los lados y dejaron un reguero de prendas perdidas.

Todos parecían querer que Chávez se llevara algo de ellos.

Sus conmovidos seguidores apenas podían hablar, tartamudeaban y gritaban afónicos con el rostro desencajado todas las bondades del difunto líder socialista: viviendas estatales, pensiones para ancianos, becas para estudiantes, alimentos subsidiados, empleos públicos, médicos cubanos para los barrios humildes, programas de alfabetización.

Pero lo que más se escuchó en el ensordecedor maremágnum humano era el legado simbólico, los logros intangibles: esperanza, identidad y patria. Sobre todo patria. Como si los pobres de Venezuela nunca hubieran tenido un país.

Las palabras que afloraron entre sus detractores fueron menos dulces: división, odio, violencia y corrupción. Paradójicamente, sintieron que durante su largo Gobierno fueron ellos los que se quedaron sin nación, parias en su propia tierra. Decenas de miles emigraron.

“Que Dios me perdone por decir esto, pero te juro que le hizo tanto daño a este país que se lo merecía”, dijo la esposa de un hombre de negocios que pidió no ser identificada por miedo a represalias. “Piensa lo que quieras, pero mi familia brindó con champán cuando conocimos la noticia”, agregó.

El adiós definitivo
La Academia Militar se ha convertido en la “zona cero” del chavismo. Millones llegaron de todo el país esperando por horas bajo el abrasador sol del Caribe en claustrofóbicas filas que surgían por doquier. Algunas no llegaban a ninguna parte.

Desmayos, lipotimias y escenas de angustia se desataron cuando la muchedumbre trató de romper el cordón de seguridad. Madres buscando a sus hijos perdidos entre el gentío, gritos exigiendo disciplina revolucionaria, indignación en medio del desorden por miedo a perder la oportunidad de despedir al presidente.

Una vez en el recinto, tras pasar por unos detectores de metal y quitar la batería de los celulares para que nadie fotografiara al cuerpo, cada visitante apenas disponía de unos segundos para verlo a través de un grueso cristal, vestido con su uniforme militar y tocado con su inconfundible boina roja.

“Chávez está en mi corazón. Él nos liberó a nosotros los pobres. Nos dio empleo, vivienda, educación”, dijo Ana María Colmenares, de 55 años, tras verlo en la urna. “Él siempre será mi Comandante. Que su alma nos cuide”, musitó acongojada.

El Gobierno, que había advertido que no todos podrían verlo, finalmente no sólo amplió el plazo del velatorio, sino que decidió embalsamarlo para la eternidad ante la avalancha humana que, empapada en sudor tras horas a la intemperie, coreaba: “¡Chávez vive, la lucha sigue!”.

Al otro lado de la ciudad, ajeno a la emotividad del velorio, César Caballero paseaba tranquilo por un parque en un vecindario de la capital.

“Él ha hecho más daño a Venezuela que cualquier otro”, dijo sereno Caballero, documentalista retirado de 66 años, protegido del sol con una gorra de béisbol. “El país está dividido en dos pedazos y uno odia al otro. Eso lo hizo Chávez”, aseveró.

Lejos de acercar a ambos bandos, la muerte del carismático militar retirado de 58 años parece estar avivando aún más la polarización en el rico país petrolero, donde unos y otros se achacan la radicalización política que enemistó a amigos, separó familias y enfrentó a una parte del país con la otra.

Con unas nuevas elecciones presidenciales a la vista, difícilmente las pasiones se vayan a relajar e incluso la crispación podría recrudecer acicateada por las incertidumbres que se abren ante el gran vacío que ha dejado Chávez, tanto en sus aliados como en sus adversarios.

Algunos, al despertar en la Venezuela sin Chávez, todavía oyen rugir su voz cuando advertía sin titubeos: “Yo o el caos”.

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