Nuevo orden mundial de Estados Unidos ha muerto oficialmente

Lo que esto significa, no obstante, es que EE.UU. debe volverse tanto más duro como menos ambicioso en su enfoque para las relaciones con las grandes potencias y el sistema internacional.

Bloomberg.- La política exterior de Estados Unidos ha alcanzado un histórico punto de inflexión, y aquí viene la sorpresa: tiene muy poco que ver con la devoradora presidencia y controversias de Donald Trump.

Durante unos 25 años después de la Guerra Fría, uno de los temas dominantes de la política de EE.UU. fue el esfuerzo de globalizar el orden liberal internacional que se había instaurado inicialmente en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial.

Washington esperaba hacerlo integrando a los potenciales contrincantes del sistema –es decir, Rusia y China– tan profundamente en él que ya no tendrían el deseo de perturbarlo.

La meta era, por medio de objetivos económicos y diplomáticos, llevar a todas las principales potencias mundiales a un sistema en el que estuvieran satisfechas –y así, EE.UU. y sus valores seguirían reinando supremos.

Esta era una ambición emocionante, estaba basada en la idea de que Rusia y China se encaminaban irreversiblemente a la liberalización política y económica, y que con el tiempo podrían ser inducidas a definir sus intereses de una manera compatible con los propios de EE.UU.

Sin embargo, ese proyecto ha alcanzado ahora inequívocamente un callejón sin salida. El nuevo objetivo de la estrategia de EE.UU. no será integrar las grandes potencias rivales en un orden mundial verdaderamente global, sino defender el sistema internacional existente –exitoso, aunque incompleto como es– contra sus depredaciones.

Esta conclusión puede ser difícil de aceptar porque va en contra del enorme optimismo que caracterizó la era de posterior a la Guerra Fría.

Al llegar a su fin la contienda de las superpotencias, la democracia y los mercados libres se expandían como fuego incontrolado, los muros caían y las divisiones geopolíticas desaparecían.

Incluso Rusia y China –por largo tiempo rival geopolítico de EE.UU. y la siguiente gran potencia que se asoma en el horizonte– estaban mostrando interés en una mayor cooperación e integración con la comunidad internacional liderada por EE.UU.

Parecía posible que el mundo estuviera moviéndose hacia un modelo único de organización política y económica, y hacia un único sistema global bajo el liderazgo de EE.UU.

Alentar ese resultado se convirtió en una preocupación importante de la política estadounidense. EE.UU. buscó profundizar los lazos diplomáticos con la Rusia de Boris Yeltsin y alentar las reformas diplomáticas y de libre mercado allí, aunque al mismo tiempo se protegía del potencial revanchismo ruso y la inestabilidad europea expandiendo la OTAN de modo de incluir a países del expacto de Varsovia.

De modo similar, Washington buscó “un compromiso amplio” con China, enfocado en integrar a Pekín en la economía global y alentarla a asumir un papel más activo en la diplomacia regional e internacional.

La teoría básica era que una China más rica se tornaría una China más democrática, conforme el crecimiento de la clase media produjera presiones por una reforma política. La política estadounidense de integración daría simultáneamente a Pekín una tajada del orden liberal existente encabezado por EE.UU. y, por lo tanto, privaría a los líderes chinos de razones para desafiarlo.

Como los describió el gobierno de Bill Clinton, este enfoque “aprovechaba el deseo de ambos países de participar en la economía y las instituciones globales, insistiendo en que ambos aceptaran las obligaciones y los beneficios de la integración”.

Esta estrategia, que fue sintetizada por el subsecretario de estado Robert Zoellick en 2005 como el modelo del “accionista responsable”, reflejaba una admirable aspiración de dejar atrás permanentemente la intensa competencia geopolítica e ideológica del siglo XX.

Pero como se ha vuelto cada vez más claro en la última década –primero en Rusia y ahora en China–, ese enfoque se basaba en dos supuestos que no resistieron la prueba de la realidad.

El primero era que China y Rusia estaban en efecto avanzando inexorablemente hacia un liberalismo económico y político al estilo occidental.

La reforma rusa se detuvo a fines de la década de 1990, en medio de la crisis económica y el caos político.

A lo largo de los 15 años siguientes, Vladimir Putin reestableció gradualmente un modelo de gobierno de un autoritarismo político cada día menos disimulado y una connivencia crecientemente estrecha entre el estado y los principales intereses empresariales.

En China, el crecimiento económico y la integración en la economía global no condujeron inevitablemente a la liberalización. En cambio, el gobernante Partido Comunista usó las vertiginosas tasas de crecimiento económico como una forma de comprar legitimidad y acallar el disentimiento.

En años recientes, el sistema político chino se volvió más autoritario, ya que el gobierno ha reprimido asiduamente la defensa de los derechos humanos y el activismo político independiente, centralizando el poder en un grado no visto en décadas.

El segundo supuesto era que esas potencias podían ser inducidas a definir sus propios intereses en la forma en que EE.UU. quería que lo hicieran.

El problema aquí fue que Rusia y China nunca estuvieron plenamente deseosas de abrazar el orden liberal encabezado por EE.UU., que enfatizaba ideas liberales que podrían parecer amenazadoras a los regímenes dictatoriales, para no mencionar la expansión de la OTAN en la exesfera de influencia de Moscú y la persistencia de las alianzas de EE.UU. y las fuerzas militares a lo largo de la periferia china en el este de Asia.

Y así, conforme Pekín y Moscú obtenían, o recuperaban, poder para disputar ese orden, lo hicieron de manera creciente.

En la última década, Rusia trató de modificar el arreglo posterior a la Guerra Fría en Europa mediante la fuerza y la intimidación, más notablemente a través de las invasiones de Georgia en 2008 y Ucrania en 2014.

El gobierno de Putin también ha trabajado para socavar instituciones clave del orden liberal como la OTAN y la Unión Europea, y se ha inmiscuido agresivamente en las elecciones y los asuntos políticos locales de los estados occidentales.

China, por su parte, pudo cosechar los beneficios de la inclusión en la economía global, aunque ha tratado en forma creciente de dominar su periferia marítima, coaccionar e intimidar vecinos desde Vietnam a Japón y debilitar las alianzas de EE.UU. en la región de Asia y el Pacífico.

Los funcionarios estadounidenses esperaban que Moscú y Pekín, con el tiempo, se convirtieran en poderes satisfechos con el statu quo.

En cambio, como escribió Thomas Wright de la Brookings Institution, se están comportando de una manera revisionista clásica.La era de la integración ha de tal modo terminado, en el sentido de que no hay una perspectiva realista de llevar, ya sea a Rusia o a China, al sistema encabezado por EE.UU.

Esto no significa, sin embargo, que EE.UU. esté destinado a la guerra con Rusia y China, ni siquiera que deba buscar activamente aislar a una u otra de esas potencias.

Nos guste o no, el comercio entre EE.UU. y China sigue siendo vital para la prosperidad estadounidense y la salud de la economía global; la cooperación entre Washington y Pekín –y hasta entre Washington y Moscú– es importante para enfrentar los desafíos diplomáticos internacionales como la proliferación nuclear y el cambio climático.

Lo que esto significa, no obstante, es que EE.UU. debe volverse tanto más duro como menos ambicioso en su enfoque para las relaciones con las grandes potencias y el sistema internacional.

Menos ambicioso en el sentido de que debe dejar de lado la idea de que el orden liberal se volverá verdaderamente global o abarcará a todas las principales potencias en el futuro cercano. Y más duro en el sentido de comprender que se necesitarán mayores esfuerzos para defender el orden existente contra el desafío que representa el poder revisionista.

Esto requerirá dar pasos difíciles, pero necesarios, como realizar suficientes inversiones militares como para fortalecer el poder de EE.UU. y la disuasión en Europa del este y el Pacífico occidental, y desarrollar las capacidades necesarias para oponerse a la coacción de China y la subversión política de Rusia sobre sus vecinos.

Requerirá recurrir a poderes viejos y nuevos para contrarrestar la amenaza del expansionismo chino y ruso. Sobre todo, significará aceptar que las relaciones con las grandes potencias están entrando en un período de mayor peligro y tensión, y que la voluntad de aceptar mayores costos y riesgos será el precio de enfrentar el desafío revisionista y preservar los intereses estadounidenses.

En suma, la meta de lograr un mundo totalmente integrado ya no es alcanzable hoy. Defender con éxito el orden internacional existente que EE.UU. construyó y encabezó exitosamente a lo largo de los años será un desafío –y un logro– suficiente.

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