(Bloomberg) Cuando Hugo Chávez asumió el poder en Venezuela en 1999, prometió a sus compatriotas muchas maravillas, desde una alianza “Bolivariana” del hemisferio contra el imperialismo gringo y un sistema socialista del siglo XXI. El libre comercio no era parte del trato. Por lo tanto, no podría haber sido tan sorpresivo cuando el 2 de diciembre, cuatro naciones sudamericanas decretaron suspender la participación de Venezuela en el pacto continental de comercio, al cual nunca debió haber ingresado.
Sin embargo, para los protectores de la República Bolivariana, la expulsión del Mercosur puede haber sido una atrocidad diplomática. El presidente venezolano, Nicolás Maduro, quien sucedió a Chávez en 2013, calificó la maniobra como “un golpe de Estado”; y la ministra de Relaciones Exteriores, Delcy Rodríguez, lo condenó como “un acto ilegal” y se comprometió a apelar. Diversos simpatizantes y militantes radicales – incluso de Uruguay y Paraguay – se unieron al clamor.
Lo que está en juego no es el futuro del comercio regional. La economía de Venezuela se encuentra en tal nivel de caos -- los comerciantes han empezado a pesar el dinero en lugar de contarlo – que el comercio en cualquier sentido convencional de la palabra ha dejado de importar hace mucho tiempo atrás. Pero la cólera en Caracas y la iniciativa de los otrora cooperativos vecinos de Venezuela – dicen mucho sobre la situación en las relaciones latinoamericanas, donde más de una década de apocamiento e indulgencia ante la tambaleante autocracia de la región ha dado paso al resentimiento y la confrontación.
Sin duda, Chávez, por mucho tiempo intentó conseguir un lugar en el emblemático pacto comercial, pero más que para unirse al pacto, en realidad para crear insubordinación. Ya en 2007, hablaba de intentar “descontaminar” al bloque de su tendencia “neoliberal”. En realidad, veía la participación en el Mercosur como una credencial para elevar la posición de Venezuela en el continente pese a que su gobierno pasaba por encima de los derechos democráticos, encarcelaba a oponentes y obstaculizaba la libertad económica en casa. Dicho comportamiento iba en contra de los estatutos del Mercosur, el cual en virtud del Protocolo de Ushuaia restringía la membresía a países con “plena vigencia de las instituciones democráticas”, y estipulaba sanciones en caso de un quiebre de la democracia.
Claramente, Venezuela era un caso aparte. Sin embargo, debido a que criticar a una nación aliada era considerado un tabú en Latinoamérica –y prácticamente un código de honor durante el apogeo de los gobiernos de izquierda durante la última década – ni Chávez ni Maduro necesitaban preocuparse por un ataque diplomático, mucho menos por la letra chica de los tratados comerciales. Cuatro años después de su furtiva introducción al bloque comercial– una maniobra legalmente cuestionable que agitó la diplomacia del hemisferio-- Venezuela aún no se molestaba en adherirse a los principios básicos del Mercosur, incluido el tratado fundador de Asunción y el arancel externo común. “A Venezuela nunca se le debió permitir unirse”, dijo el diplomático brasileño Paulo Roberto de Almeida, director del Instituto Brasileiro de Relaciones Internacionales.
Esta negligencia fue suficiente motivo para excluir a Venezuela de las negociaciones del Mercosur para lograr un acuerdo comercial con la Unión Europea, pero no causó gran impacto entre los socios controladores del grupo. La dispensa no fue una muestra de camaradería latinoamericana. Bajo el mandato del ex presidente Luiz Inacio Lula da Silva, Brasil tenía aspiraciones globales, y promover los campeones nacionales en el extranjero era parte del juego. Con los ingresos del petróleo, Venezuela era un buen cliente para contratistas como Odebrecht Group, quien emprendió – a veces dudosas- obras públicas por un estimado de US$25.000 millones con créditos blandos otorgados por el banco nacional de desarrollo de Brasil.
Ahora todo eso ha cambiado. A medida que la economía de Venezuela se estancaba, las deudas sin pagar (por un total aproximado de US$2.000 millones en 2014) con los contratistas brasileños se fueron acumulando. La tolerancia también ha decaído a medida que los líderes izquierdistas en el hemisferio han perdido fuerza, incluso en el Mercosur. Argentina, Brasil y Paraguay son liderados por políticos centristas partidarios del libre mercado, quienes rápidamente se desmarcaron del régimen de Maduro. “El desastre en Venezuela ha dañado la propia reputación internacional de Brasil especialmente”, dijo Oliver Stuenkel, experto de relaciones internacionales de la Fundación Getulio Vargas. “Brasil no ha cumplido con su rol como líder regional”. Tenían el respaldo de Luis Almagro, el líder de la Organización de los Estados Americanos, quien en un quiebre con la postura diplomática de esa entidad amenazó con invocar la declaración de democracia del pacto en contra de los excesos de Venezuela.
Es discutible el grado en que el endurecimiento de las posturas de los países latinoamericanos pueda influir en el gobierno de Maduro. Las protestas masivas, la presión por parte de la asamblea legislativa liderada por la oposición, la censura de la OEA, las apelaciones del Papa Francisco, hasta ahora nada ha logrado desviar a este ex conductor de autobús, que llegó a la presidencia, de su rumbo de colisión o de destruir lo que queda de la democracia venezolana. La expulsión de Venezuela del Mercosur puede haber sido un gesto simbólico, pero al menos es una credencial que el disidente gobierno de Maduro ya no ostenta.