(Bloomberg) Cuando Claudio Melo Filho necesitó la intervención de una persona en Brasilia, el responsable de las relaciones institucionales del Grupo Odebrecht sabía exactamente a quién llamar. El hombre conocido como “Las Vegas” controló las visitas de la ex presidenta Dilma Rousseff. “Justicia” establecía la agenda en el Senado, mientras que “Cajú” era el enlace entre el Congreso y el palacio presidencial.
Así apodaron los magnates del gigante de la construcción de Brasil a los peces gordos de la política que habían reclutado para conseguir los contratos del gobierno a cambio de sobornos para la campaña. Un pacto de ladrones que desvió miles de millones de dólares y ahora se está revelando como el caso de corrupción más grande de América Latina. Los detalles han salido a la luz gracias inculpados que se han arrepentido, incluyendo 77 ejecutivos de Odebrecht que han accedido a contar todo en minuciosos acuerdos judiciales. El testimonio de Melo Filho, filtrado durante el fin de semana, es la última entrada en el género, una confesión de 82 páginas de nombres de altos mandos de los principales partidos políticos de Brasil, incluido el propio presidente Michel Temer.
Como resultado de estas revelaciones, el mandato de Temer parece haberse convertido en una carrera para rescatar la debilitada economía de Brasil antes de que su círculo más íntimo colapse en imputaciones criminales y acritud pública. El 13 de diciembre, aliados del gobierno aplaudieron la votación del Senado sobre una enmienda constitucional para limitar el gasto público durante un máximo de 20 años. Y esta fue sólo una de una serie de reformas como el recorte a los súper salarios en el servicio público, la apertura de la extracción de petróleo a las empresas privadas la revisión del sistema de pensiones, que pierde dinero. Medidas a las que su gobierno se comprometió para reactivar una economía en crisis.
Pero nadie disparó cañones de confeti, como hizo un congresista durante el proceso de destitución contra Rousseff. Después de seis meses en el cargo, tres desde el juicio político, Temer ha visto pasar a su país de la euforia y la ansiosa expectativa a la depresión. En lugar de una reactivación económica, la recesión se ha profundizado: las ventas minoristas están en un mínimo de seis años, reportó Goldman Sachs en un nota a clientes. Doce millones de personas carecen de empleo. Los índices de popularidad de Temer también han entrado en barrena: el 51% de los brasileños desaprueba la manera en que está dirigiendo el país, un 20% más que en julio. De ahí el momento bipolar que vive Brasil, en el que un gobierno a punto de llevar a cabo algunas de las reformas más transformadoras en una generación está también luchando por la supervivencia.
Seis ministros en el gobierno Temer han caído en los muchos meses de escándalos. Uno de ellos fue Romero Juca, que fue grabado en una escucha telefónica conspirando para contener la supuesta investigación conocida como ‘Lava Jato’ (Carwash) por sobornos y fraudes en los contratos de la petrolera estatal Petrobras. Conocido en Odebrecht como “Cajú”, que es la palabra portuguesa para anacardo y un anagrama de su apellido, Juca era apreciado por sus iniciativas a favor de los contratistas en la legislatura, un servicio que supuestamente prestó a cambio de grandes donaciones al partido político. Otro hombre clave del gobierno era “Justicia”, el nombre de guerra irónico que en Odebrecht dieron al poderoso presidente del Senado (y ex ministro de Justicia) Renan Calheiros, que se aferra a su asiento legislativo pese a los múltiples cargos de corrupción.
A pesar de ello, gran parte de la agonía que aflige ahora a Brasil podría haberse evitado, si Temer no hubiera sido tan éticamente sordo. A pesar de las advertencias de que mantenga la distancia con los políticos imputados jurídicamente, él se ha mantenido cerca. Cuando el mes pasado se supo que un prominente ministro había tratado de intimidar a un miembro compañero del gabinete para anular la prohibición de urbanizar en el edificio en el que el ministro había invertido, Temer esperó una semana antes de aceptar su renuncia. Una eternidad en la era digital, cuando las protestas estallan en un toque de la pantalla táctil.
Temer nunca iba a ser amado, pero él mismo se presentó como un “profesional de la política” capaz de hacer lo necesario y restablecer la confianza mediante la “conciliación y el consenso”, me dijo el analista político Octavio Amorim Neto de la Fundación Getulio Vargas en Río de Janeiro. “En lugar de eso, hemos visto el espectáculo de la incompetencia política y una arrogancia que bordea la demencia, que sólo ha generado más incertidumbre”, agregó Amorim.
El gobierno de Temer no está perdido. El Congreso, contaminado por los escándalos, no es más querido que él, y con sus mandatos hasta 2018, los legisladores no tienen otra opción que seguir la línea de reformas del gobierno, dijo Christopher Garman, analista de mercados emergentes de Eurasia Group. Garman estima que las posibilidades de Temer de terminar su mandato son del 80%. Si los legisladores respaldan la reforma de las pensiones, esencial para limitar el gasto, pero que amenaza a muchos intereses especialmente poderosos, es un problema más complejo.
El resto depende de la gestión de las expectativas del público más allá de Brasilia. Desde 2013, los cientos de miles de brasileños han salido a las calles contra el deterioro de los servicios públicos, los burócratas y, cada vez más, contra las autoridades en el poder. Esa ola de descontento ya ha derribado un gobierno incompetente. Otro está en la fila.