(Bloomberg) Dos motores impulsaron el avance de Donald Trump desde improbable ganador a próximo presidente de Estados Unidos: un furioso mensaje de populismo nacionalista, dirigido a las mismas élites entre las que pasó su vida adulta, y su personalidad locuaz, volcánica, incontrolable y hecha para la televisión. Ellos lo llevaron más allá de lo que nadie creía posible y dejó como tontos a muchos expertos que se aferraron a su condición de no favorito hasta las últimas horas de la noche de la elección.
Para la mayoría de los periodistas, junto con la gente con quienes conviven en ciudades y localidades universitarias de Estados Unidos, fue difícil creer que Trump era más que una novedad que había ido muy lejos. Terminó siendo una instancia asombrosa de cierre epistémico. Para decenas de millones de estadounidenses en los estados en los que ganaron los republicanos y en muchos de los estados disputados que Barack Obama retuvo en las últimas dos elecciones, Trump se convirtió en la encarnación de su intensa frustración con las élites, que negociaron acuerdos comerciales que despojaron de empleos a la nación y permitieron que demasiados extranjeros ingresaran al país, legal e ilegalmente, y quienes insistían en que las cosas iban mejor cuando parecían estar empeorando.
Si bien el círculo íntimo de Trump durante meses había estado hablando de votantes escondidos de Trump, la decisiva resonancia de su mensaje con la base republicana solo quedó clara la noche de la elección. En los días previos a ella, la noticia era el impresionante juego en terreno de la campaña de Hillary Clinton y la movilización hispana, pero tras el cierre de las urnas quedó claro que el entusiasmo de los votantes de Trump en áreas rurales y zonas residenciales fuera de los suburbios los había superado.
Fue una ola. Una ola de hombres blancos, profundamente desconfiados de Clinton y enojados después de atravesar una lenta recuperación del colapso económico de 2008 y la institución del programa de salud Obamacare, con primas que según se anunció recientemente subirán de manera pronunciada.
“Lo que significa en general la improbable nominación y aún más improbable triunfo de Trump es que arrasó con la clase dirigente de los dos partidos”, dijo el estratega del Partido Republicano con sede en California Rob Stutzman. “Este puede ser el momento en que el sistema tradicional de dos partidos exhaló su último suspiro”.
Perdedor al mando
El analista de encuestas electorales Nate Silver predijo de manera infame en agosto de 2015 que Trump tenía dos por ciento de probabilidades de ganar la nominación; menos de un año después, la obtuvo, tras superar a 17 que se decía eran los más fuertes en la historia republicana. La clase dirigente del Partido Republicano que acaba de diezmar, le aconsejó que diera un giro, que moderara sus posiciones, que actuara más como un presidente y él se negó.
“Ciertamente no creo que sea apropiado empezar a cambiar de repente cuando has estado ganando”, dijo a Fox Business en agosto. Días después, en Twitter, cerró totalmente la puerta a cualquier esperanza de que cambiaría con tres palabras. “Soy quien soy”.
En camino a una estrecha victoria, Trump no parecía aprobar ninguna de las usuales pruebas presidenciales. Las encuestas mostraban que había perdido los tres debates contra Clinton. Su historial, cuando se analizaba, incluía de todo desde exageraciones sobre su donaciones de caridad, su negativa a admitir que alguna vez respaldó la invasión a Iraq, un audio en que hablaba sobre manosear mujeres, seguido por una serie de mujeres denunciando acercamientos indebidos, hasta el admitir que no había pagado impuestos durante casi dos décadas. Y nunca publicó esas devoluciones de impuestos, como habían hecho los candidatos durante décadas.
Los votantes en toda la nación o dejaron a un lado esas preocupaciones o estaban más preocupados por su oponente.
“Es lo que pasa cuando los dos partidos nominan a candidatos profundamente deficientes y el electorado deja a uno afuera”, dijo David Kochel, quien fuera estratega jefe de la campaña presidencial de Jeb Bush. “Hillary representa las noticias viejas, cubiertas de secreto y escándalo. Él es el grito primario”.
Golpear a Hillary Clinton
Clinton hizo mucho para dañar su propia imagen, dando inconscientemente peso al incendiario --e hiperbólico- argumento de cierre de Trump de que ella era una delincuente por su descuido como secretaria de estado en el manejo de información confidencial.
Tres momentos ejemplificaron con claridad los “terribles” instintos de los que la confidente de larga data de Clinton, Neera Tanden, se quejaba en privado, según correos electrónicos hackeados que fueron publicados por WikiLeaks. En una forma clásica de Clinton, no fueron necesariamente las decisiones las que la perjudicaron, sino el pobre manejo de las consecuencias que hicieron más por exacerbar el daño que por limitarlo. (La campaña de Clinton no confirmaría la autenticidad de los correos publicados por el sitio tras una violación de la cuenta personal del jefe de campaña John Podesta).
Primero, la enigmática decisión de Clinton de usar un servidor privado de correo electrónico siendo secretaria de estado se vio exacerbada por los meses en que se aisló en desvíos, cuestiones legales y medias verdades al ser cuestionada por dicha práctica. Sus argumentos sobre la existencia de información clasificada en el servidor que en definitiva fueron desprestigiados por los verificadores de información --y una larga saga-- cementaron la percepción de falta de credibilidad que no pudo sacarse de encima, pese a disculparse por su decisión. Muchas encuestas durante la elección general mostraron que era vista como más deshonesta que Trump, aun cuando los mismos verificadores de información hallaron que él hacía declaraciones falsas con mucha mayor frecuencia.
En segundo lugar, la negativa de Clinton a celebrar una conferencia de prensa por cerca de 275 días impulsaron la percepción de que era demasiado reservada y --en palabras de Trump-- se estaba “escondiendo” del público. De nuevo, una innecesaria herida autoinfligida. Clinton finalmente tuvo una conferencia de prensa a comienzos de septiembre, reduciendo esa crítica en particular, pero el daño de nueve inusuales meses sin conferencias de prensa estaba hecho.
Por último, la paranoia de Clinton y su propensión a la privacidad le causaron más problemas durante una conmemoración del 11 de septiembre cuando 90 minutos bajo el sol en un día húmedo le causaron mareos. Los rumores de que algo pasaba fueron anulados por la gente de su campaña, hasta que apareció un video en que parecía desvanecerse mientras intentaba entrar en su van. Sin embargo, la campaña de Clinton tardó horas en explicar que tenía neumonía y a esas alturas la especulación estaba fuera de control y las teorías conspirativas se habían instalado al punto que Drudge Report, pro Trump, tituló con un hiperventilado “¿Sobrevivirá?”.
“Los antibióticos se pueden encargar de la neumonía. ¿Cuál es el remedio para un gusto poco saludable por la privacidad que crea de manera reiterada problemas innecesarios?”, dijo irónicamente en Twitter David Axelrod, ex alto asesor de Obama.
Los correos electrónicos internos revelados por WikiLeaks, que la inteligencia estadounidense vinculó a hackers rusos, contenían múltiples ejemplos de los colaboradores más cercanos de Clinton preocupados por las consecuencias de sus acciones y su retórica.
“Tenemos mucha agua que no será fácil de sacar del barco. La mayor parte de eso tiene que ver con terribles decisiones que se tomaron en la precampaña, pero mucho tiene que ver con sus instintos”, escribió Podesta a Tanden el 6 de septiembre de 2015, según WikiLeaks. “Está nerviosa así que a prepararse más y tener un mejor desempeño”.
Campaña caótica
Hasta que aseguró su nominación, Trump estaba casi totalmente descontrolado. Difícilmente tenía un jefe de campaña --Corey Lewandowski, quien tenía el cargo, era en muchos sentidos su asistente-- manejando su campaña desde el quinto piso de la Trump Tower. “Deja que Trump sea Trump”, era el mantra de Lewandowski.
Cuando parecía que podría haber una convención disputada, traía a Paul Manafort, legendario asesor de dictadores extranjeros y exsocio del operador político Roger Stone, para traer orden y autoridad a la campaña.
Manafort, junto con los hijos de Trump, eventualmente sacó a Lewandowski de la campaña, pero nunca pudo moderar al candidato, por más que lo intentó. “Lo bueno es que tenemos un candidato que no necesita descifrar lo que está pasando para decir lo que quiere hacer”, dijo Manafort en Meet the Press de NBC a poco más de un mes de asumir la campaña.
La receta para la victoria se reveló a la nación en la convención republicana en Cleveland. Clinton fue descrita como responsable de que la nación enfrentara un fin desesperado y como una delincuente que debía ser encarcelada. Cánticos de “¡enciérrenla!” resonaron en el centro de convenciones durante la semana.
“Este es el legado de Hillary Clinton: muerte, destrucción y debilidad”, dijo Trump, describiendo a Estados Unidos como un infierno superado por el crimen (aun cuando está disminuyendo), miles de inmigrantes cruzando la frontera (pese a que la inmigración ilegal se ha mantenido sin cambios por años) y un desmoronamiento del orden mundial en el que Irán pronto obtendría armas nucleares. “Nadie conoce mejor el sistema que yo, que es la razón por la que puedo arreglarlo solo”.
Poco después de la convención, Manafort fue sacado de la campaña en medio de caídas en las encuestas e informes de vinculación con Rusia y fue reemplazado por Steve Bannon, líder del sitio web pro Trump Breitbart, y Kellyanne Conway, encuestador republicano especializado en mujeres.
Encontrar la disciplina
Los nuevos estrategas jefe de Trump le advirtieron en el verano que si las autoridades del Comité del Partido Republicano decidían que era una carga y enfocaban su dinero y concentración en la campaña senatorial, perdería por 20 puntos.
“Serán el primer par de líneas de tu obituario en el New York Times”, le dijo Bannon a Trump. “Y será una caída catastrófica. No van a perder el Senado por ti. Literalmente te van a sacar”.
Pero, según dicen sus estrategas, una vez que Trump comenzó a mostrar disciplina, revivió las perspectivas del Partido Republicano para el Día del Trabajo en Estados Unidos.
Por un momento, el partido estaba peleando junto. Había tensiones con el presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, pero no importaba porque tenían un enemigo común.
A fines de septiembre, los estrategas de Trump se sentían confiados. La campaña calaba hondo en áreas microobjetivo, adaptándose mientras las cifras de las encuestas mostraban señales de avance.
Sorpresas de octubre
Luego vino el escandaloso audio de Access Hollywood en que Trump se jactaba una década antes de cómo agarraba a las mujeres “de la entrepierna” si se sentía atraído por ellas.
“Es una campaña. Algunos días son mejores que otros”, dijo George Gigicos, director de operaciones avanzadas de Trump, a Bloomberg Politics a mediados de octubre. “Pero al final del día, el pueblo estadounidense está cansado de estar enfermo y cansado”.
El audio de Access Hollywood habría aniquilado a un candidato común, en un año común. Pero luego dos hechos inyectaron de esperanza al mundo de Trump.
Primero, el 24 de octubre, se informó el aumento de las primas del Obamacare, lo que podrían usar para castigar a Clinton. Y 11 días antes de la elección, el director del FBI, James Comey, anunció una revisión de nuevos correos electrónicos potencialmente relevantes para la investigación que había cerrado en julio.
Al despejar el delito de Clinton entonces, Comey también dañó su reputación al declarar su abierta negligencia en el manejo de información clasificada, palabras que perduraron en las mentes de los votantes escépticos hasta el día de la elección, aun cuando la libró de responsabilidad por segunda vez al finalizar la revisión complementaria.
“Es un día salvaje allá afuera”, dijo un exaltado Trump en New Hampshire el 28 de octubre, día en que Comey reveló la nueva revisión.
Lo era, pero no tan salvaje como otro algo más de una semana más tarde cuando su victoria remeció al mundo.