Daniel Sarfaty
Editorialista de Gestión
Este año ha sido clave para volver a poner sobre la mesa el proceso de descentralización que se emprendió en el país en el 2002. A lo largo del 2014, 19 de los 25 presidentes regionales fueron objeto de investigaciones fiscales o estuvieron involucrados en procesos judiciales por más de 150 casos de corrupción diferentes. Cuatro de ellos terminaron detenidos por la justicia. Es particularmente ilustrativo el caso de César Álvarez en Áncash, quien habría montado una red criminal para manejar los recursos del departamento a su antojo por un lado mientras, por el otro, se encargaba de acallar a cualquier opositor que le saliera al frente. Todo, además, con la aparente colaboración de diferentes instituciones del Estado como el Congreso y el Ministerio Público.
Obviamente, no se trata de regresar al esquema anterior. Nadie pone en duda la necesidad que tenía el país de desconcentrar el uso de recursos públicos de la capital y de tratar de promover otros focos de desarrollo; así como la obligación de integrar a la nación (después de todo, gran parte de los espacios que ocupó el terrorismo durante las últimas décadas del siglo XX fueron vacíos que había dejado el Estado). Sin embargo, tampoco quedan dudas sobre la improvisación con la que se llevó a cabo todo el proceso.
En primer lugar, se transfirieron competencias administrativas del Gobierno nacional a los gobiernos regionales sin ningún tipo de capacitación o preparación para las nuevas autoridades. Y, aun así, ni la naturaleza experimental del proceso ni la falta de experiencia de las inexpertas autoridades fueron suficientes para generar algún tipo de preocupación en el Gobierno. No solo que los gobiernos regionales –que manejan en conjunto más de S/. 20,000 millones- no tienen que rendir cuentas ante el Congreso sino que las entidades fiscalizadoras no parecen particularmente alertas ante esta evidente falta de control. Por lo menos no hasta que la prensa haya encontrado algo.
Los escándalos de corrupción que se destaparon este año, además, terminaron por paralizar –ya sea por miedo fundado o infundado- varios otros proyectos de inversión a lo largo y ancho del país. El resultado: al mes de octubre, la inversión pública de los gobiernos regionales ha caído en 9% respecto al año anterior. Justo cuando más se la necesitaba y cuando el Gobierno estaba más decidido a implementar una política fiscal contracíclica.
Si hay algo que se ha comprobado durante este año es que debemos partir por ajustar los controles a los gobiernos regionales.
Otro aspecto prioritario, no obstante, es mejorar la calidad del gasto. Al revisar las columnas de los presidentes de las cámaras de comercio de los distintos departamentos, regiones y ciudades, encontrarán un reclamo insistente y, a mi parecer, crucial: la insuficiencia de caminos o rutas de acceso. Ya sea una colapsada Carretera Central o los problemas de inaccesibilidad en la Selva, la conectividad es uno de los factores más importantes para el desarrollo económico e integral de un país. Como argumentó Richard Webb en su libro “Conexión y despegue rural”, la elaboración de caminos no solo sirve para llevar servicios públicos básicos y necesarios, como salud y educación, a todos los rincones del país sino también para abrir nuevos mercados para el comercio. Webb encontró que las oportunidades creadas por los nuevos mercados destaparon una efervescencia emprendedora que terminó por aumentar la productividad, los ingresos y el valor de los terrenos en zonas previamente aisladas o de difícil acceso.
Una vez más, debemos entender que en el Perú hay un potencial enorme de desarrollo que está siendo desaprovechado, una olla a punto de ebullición que está esperando ser descubierta. Lo único que hace falta es tender los caminos necesarios para integrarnos. No solo internamente sino también con el resto del mundo.