Por: Gastón Yalonetzky
Director de las maestrias de Economía y Economía y Finanzas de la Universidad de Leeds
Este año se cumplen 25 años de aquel artículo de John Williamson que dio luz al “Consenso de Washington”. La idea era presentar una lista de reformas cuya implementación en América Latina era recomendada por instituciones radicadas en Washington (Banco Mundial, FMI, y el Departamento del Tesoro). Se trataba de un “mínimo común denominador” de políticas sobre el cual existía un supuesto consenso. Sin embargo, se escapó de su “botella académica” para convertirse en punto focal del debate sobre los roles apropiados del estado y los mercados en el desarrollo económico.
Era 1989. Muchos países la pasaban mal intentando financiar grandes sectores públicos, especialmente después de la crisis de comienzos de los 1980s. Asimismo era la época de la revolución neo-conservadora en Occidente. El péndulo se estaba moviendo y las circunstancias eran hostiles, tanto en lo financiero como en lo ideológico, para los modelos de desarrollo con sesgo estatista, de aquella época. De hecho, varios países se encontraban ya implementando paquetes de “ajuste estructural”, cuya esencia era “estabilizar (los precios, la balanza de pagos, la deuda pública, etc.), liberalizar (distintos mercados, comercio exterior, capitales, etc.) y privatizar (empresas publicas)”.
Williamson creía que el “mínimo común denominador” de reformas incluía disciplina fiscal (para evitar inflación y crisis de balanza de pagos); reasignación del gasto público (favoreciendo gasto en educación, salud e infraestructura, en detrimento de subsidios, burocracia y aparato militar); reforma tributaria (ampliar la base tributaria y reducir tasas marginales impositivas); liberalización de tasas de interés (para que estén encima de la inflación y promuevan el ahorro); tipo de cambio competitivo (para impedir sesgo anti-exportador y promover equilibrio en la balanza de pagos); liberalización comercial (para impedir que las empresas se concentren en mercados protegidos); liberalización de la inversión extranjera directa; privatización de empresas públicas; desregulación de mercados (para promover más competencia) y protección de derechos de propiedad (especialmente para pequeñas empresas y sector informal).
Según Williamson, estas reformas constituían el “Consenso de Washington”. El debate que continuó, sin embargo, se apropió del nombre para referirse a cualquier paquete neo-liberal que pusiera un mayor énfasis en el rol del mercado como motor del desarrollo. En la práctica la implementación de estas reformas varió entre distintos países y regiones. De entrada, existían importantes disensos más allá del “mínimo común denominador” (por ejemplo, Williamson luego admitiría su error en pensar que había consenso sobre regímenes cambiarios). De ahí que, a la hora de la hora, cada país aplicara paquetes distintos (por ejemplo, en política cambiaria, Perú mantuvo flotación sucia, Argentina experimentó con “convertibilidad”, etc.). A su vez, los resultados fueron heterogéneos. Por un lado, hubo genuinos progresos en países como Perú cuya estabilidad monetaria y financiera es admirable. Por otro lado, quedó un sabor de decepción, ya que, tanto a nivel nacional como internacional, estos paquetes no resultaron ser las “panaceas” añoradas. Por ejemplo, las crisis financieras continuaron (crisis asiática, crisis del 2008, etc.), reforzadas por la apertura al exterior de más mercados financieros. Asimismo, mientras algunas privatizaciones fueron muy provechosas, otras fueron escandalosas.
Así pues, la experiencia de las últimas décadas deja un sabor agridulce y mucho para la reflexión. Las reacciones frente a la crisis del “Consenso de Washington” fueron muy variadas. Algunos afirman que las reformas eran necesarias pero insuficientes. El mismo Williamson ajustó su lista reconociendo, entre otras cosas, que la disciplina fiscal es insuficiente si no se promueve el ahorro privado (pensando en la crisis asiática, que no se debió a un descalabro público). En general, se reconoció que las reformas necesarias eran mucho más complejas y requerían un enfoque multisectorial. Por ejemplo, Moisés Naím argumentaba, entre varias críticas, que el ajuste del tipo de cambio por sí solo no iba a promover las exportaciones si la infraestructura de transporte era ineficiente y/o corrupta; o que, sin condiciones adecuadas de infraestructura, capital humano, estado de derecho, etc. la inversión directa extranjera no iba a llegar mágicamente simplemente porque ahora era legal.
Algunos fueron más allá afirmando que algunas reformas ni siquiera eran necesarias, o que habían sido sobrevendidas. Dani Rodrik, por ejemplo, cuestionó la sabiduría de abrir los mercados financieros al exterior sin salvaguardas contra las fuerzas especulativas. Asimismo destacó que varias de las experiencias recientes de desarrollo más impresionantes (Corea del Sur, Taiwan, China) no siguieron de cerca las prescripciones del “Consenso”. Por ejemplo, Corea del Sur y Taiwan no se embarcaron en procesos masivos de privatización, y aún mantienen importantes restricciones a la inversión extranjera directa.
En algunos casos, incluso, distintos factores condujeron a la reversión de reformas, especialmente con la renacionalización de empresas privatizadas. Más extremas, todavía, fueron reacciones desmemoriadas que buscaron sepultar cualquier rastro de la década de reformas resucitando el “zombie” del modelo ultra-estatista (Venezuela).
Hoy por hoy, el Consenso de Washington” es una idea muerta. Se habla del “Consenso de Beijing”, el “Consenso de Seúl”, el “Consenso de Mumbai”. Son nuevas etiquetas cursilonas, pero su existencia revela una multiplicidad de modelos de desarrollo alternativos. Aun así, pareciera que emerge un consenso más saludablemente estrecho; en el que, por ejemplo, se reconoce la necesidad de la estabilidad monetaria y macroeconómica, la importancia de contar con incentivos mercantiles, diversos roles del estado, etc. Más allá de esos puntos, reina una humilde “confusión”, la cual reconoce que distintas combinaciones de los roles del Estado y el mercado, pueden funcionar mejor en distintas sociedades. Quizá, por ello, el papel adecuado del policymaker sea ayudar a sus sociedades, en sus ineludibles procesos históricos de “prueba-error” hacia el desarrollo, asegurándose que las reformas económicas e institucionales estén basadas en un riguroso diagnóstico que incorpora, adecuadamente, las peculiares condiciones sociales, económicas y políticas de cada país.