En los peores momentos de la crisis financiera los bancos centrales emergieron como salvadores, con inyecciones de liquidez milagrosas y descensos balsámicos de los tipos de interés. La Fed, en la crisis de Lehman, o el BCE, en la crisis del euro, han sido los protagonistas principales de las políticas de salida de la crisis, gracias a su capacidad ilimitada de creación de liquidez.
Paradójicamente, pocos años después este activismo puede volverse contra los bancos centrales, cuya independencia despierta críticas a uno y otro lado del Atlántico. Hay propuestas de los partidarios de Trump en Estados Unidos para recortar drásticamente la independencia de la Fed, y en Alemania se critica abiertamente al BCE por políticas que, según amplios sectores de la opinión pública, favorecen a los países deudores.
¿Por qué estas críticas? Quizá estamos pidiendo demasiadas cosas a los bancos centrales: que mantengan la estabilidad monetaria, estimulen la economía, aseguren la estabilidad financiera y la solvencia bancaria, canalicen los flujos financieros de los ahorradores a los inversores y últimamente incluso que sean agentes de las políticas de redistribución de la renta, a través de tipos de interés negativos que alivian a los deudores y penalizan a los ahorradores. Una institución independiente puede rendir cuentas ante la sociedad si tiene un objetivo claro, pero esta rendición de cuentas se vuelve mucho más complicada en presencia de objetivos múltiples, cuya ponderación es cambiante en función de criterios discrecionales.
La evolución histórica de los bancos centrales es en sí una enorme paradoja: creados para financiar al estado, evolucionaron hacia una independencia que exigió, en un momento dado, la prohibición de la financiación monetaria del Tesoro. La independencia pretendía evitar la utilización oportunista de la política monetaria para ayudar al gobierno de turno a ganar las elecciones, mediante políticas expansivas que generaban un nocivo sesgo inflacionista. Pero la independencia es inútil si el banco central tiene la obligación de financiar al Tesoro. La hiperinflación alemana del periodo de entreguerras no acabó cuando se concedió la independencia formal al Reichsbank (antecedente del Bundesbank) en 1923, sino cuando un año después esta medida vino acompañada de la prohibición de financiar al estado.
Hay importantes variantes en esta independencia: por ejemplo, el BCE tiene autonomía para fijar los objetivos de la política monetaria (más exactamente, su estatuto incluye un objetivo general de estabilidad de precios, que el propio BCE ha definido como “una inflación por debajo pero cerca del 2%”), mientras que el Banco de Inglaterra sólo tiene autonomía para ajustar los instrumentos (tipos de interés) para alcanzar un objetivo de inflación cuya fijación compete al gobierno.
El modelo de bancos centrales independientes ha funcionado relativamente bien desde el paso a la flotación en la década de 1970, y se ha extendido a los países emergentes, pero ha empezado a hacer agua recientemente. Las políticas de expansión cuantitativa y tipos de interés negativos, además de apoyar la actividad y el empleo, tienen efectos colaterales fuertemente redistributivos entre acreedores y deudores. Forman parte, junto con la inflación, los controles de capitales y las reestructuraciones de deuda, de las llamadas políticas de “represión financiera”. Y en Europa son especialmente peligrosas porque no sólo implican transferencias de renta entre individuos, sino también entre países (de los acreedores a los deudores, del norte al sur).
Algunas propuestas recientes sugieren incluso que los bancos centrales sustituyan los billetes – que no pueden pagar intereses -- por monedas virtuales, como mecanismo para profundizar en los tipos de interés negativos. Este tipo de propuestas son peligrosas para los bancos centrales, porque agudizan el problema de legitimidad que ya tienen hoy. En una democracia, las transferencias de renta deben decidirse en el parlamento, con la aprobación de los representantes de los ciudadanos. La política monetaria no puede sustituir a la política fiscal, y el banco central no tiene mandato para embarcarse en este tipo de políticas.
Protejamos a los bancos centrales, que han cumplido bien sus objetivos durante décadas, limitando su mandato a aquellos objetivos que pueden razonablemente alcanzar y que tiene sentido encomendar a una institución independiente. Y dejemos que las transferencias de renta se discutan en el parlamento, donde corresponde.
Por Santiago Fernández de Lis
BBVA Research