Un análisis de la investigadora finlandesa Jessica de Bloom muestra que los sentimientos de renovación que la gente experimenta tras siete días de vacaciones desaparecen entre una y cuatro semanas después de volver al trabajo. Un breve parón, concluye un artículo de Scientific American, “es como una ducha fría en una jornada veraniega de fuerte calor: una huida refrescante, pero fugaz”.
¿Cuánto tiempo hace falta no sólo para recuperarse, sino también para corregir el rumbo personal? En el día a día de nuestra cultura de “cuanto más inteligente y más rápido, mejor”, De Bloom aconseja repartir el tiempo del que disponemos para descansar y recuperarnos en vacaciones más cortas y frecuentes. Pero, ¿qué ocurre si necesitamos respiros más largos para recargar por completo las pilas y distanciarnos mentalmente de unos entornos laborales que a menudo son tóxicos? Por desgracia, hay pocos estudios que puedan arrojar luz al respecto.
Un seguimiento de 13 años a cuatro grupos de banqueros de inversión ilustra los costes que tiene a largo plazo ignorar la necesidad de descanso de nuestros cuerpos. Los banqueros estudiados por Alexandra Michel, una profesora de la escuela de negocios Wharton, forzaron los límites de sus jóvenes cuerpos en sus tres primeros años como asociados. Hacia el cuarto año, empezaron a derrumbarse por el exceso de trabajo. Los desórdenes alimenticios, los tics, los trastornos del sueño, la ansiedad y la depresión eran habituales. La mayoría reaccionó trabajando más para mantener los resultados.
A partir del sexto año, el 40% sufrió crisis mentales tan severas que se vieron obligados a dejar de trabajar. Sus reacciones pueden englobarse en dos categorías.
Un grupo trató sus cuerpos como “antagonistas”, aumentando los esfuerzos para ejercer el control. Hablaban de “hacer que tu cuerpo sepa quién manda” y lo sometieron a regímenes extremos como, por ejemplo, purgas a base de zumo de limón y entrenamiento militar.
Un segundo grupo aprendió a tratar a sus cuerpos como “asesores”, prestando atención al más mínimo indicio, como la falta de energía: “Aprendí a diferenciar entre estar cansado y agotado. Cuando estoy agotado, mi cuerpo me dice que algo no va bien y entonces paro e intento averiguar qué es”, explica un miembro de este grupo.
Los descansos les permitieron alejarse lo suficiente para reconocer y rechazar las normas no escritas de sus compañías. “Una vez que tu físico te obliga a abandonar ciertos comportamientos, te preguntas qué sentido tienen y si existe alguna alternativa”, explicó un consejero.
A medida que los participantes cambiaban de carrera entre el noveno y el decimotercer año de estudio, la profesora Michel también descubrió que, para evitar los hábitos de trabajo insostenibles, hacía falta algo más que cambiar de trabajo o de ocupación.
Muchos de ellos sufrieron una recaída pese a cambiarse a organizaciones supuestamente menos exigentes. Un número significativo de los que habían aprendido a tratar a su cuerpo como asesor también experimentaron una segunda crisis en su primer año en sus nuevos puestos. No sólo habían escogido trabajos igual de exigentes, sino que no se tomaron tiempo suficiente de descanso entre los dos empleos ni se distanciaron mentalmente.
Varios estudios neurológicos muestran que el descanso no sólo es fundamental para recuperar la atención y la motivación, sino también para sostener los procesos cognitivos que nos hacen humanos. Ese “tiempo para pensar” nos permite consolidar recuerdos, integrar lo que hemos aprendido, hacer planes de futuro, mantener el rumbo y construir un sentido de “yo”.
La popularidad de los años sabáticos es un indicativo de nuestra necesidad de descanso. Sin embargo, para los que más lo necesitan, la retirada raramente es voluntaria. Lo más habitual es que el cuerpo fuerce al reposo. Tal vez sea hora de dar un respiro a nuestra forma de trabajar.
Diario Expansión de España
Red Iberoamericana de Prensa Económica (RIPE)