Autora: Megan Mcardle
(Bloomberg) Han pasado más de 10 años desde que trabajé por última vez en una oficina de forma habitual, y el trabajo a distancia nos ha dado buenos resultados, tanto a mí como a mis empleadores.
Sin embargo, cuando leí que IBM y Apple abandonaban el teletrabajo y volvían al modo tradicional de concurrencia a la oficina, lo primero que pensé fue: “¿Por qué tardaron tanto?”
No me malinterpreten: el trabajo a distancia tiene sus ventajas. En mi caso, elimino de mi jornada laboral dos horas de viaje, tiempo que puedo dedicar a trabajar.
En mis primeros tiempos de teletrabajo mantuve la siguiente conversación con un gerente que quería que pasara más tiempo en la oficina.
“No hay problema. Pero ya trabajo más de 12 horas por día, de modo que el viaje tendrá que salir de mi tiempo de trabajo, no de mi tiempo personal”. (Pausa) “¿Qué quiere que haga?”
“Disfrute la oficina en su casa”.
Esas ventajas son obvias. Desde los relatos de ciencia ficción de la década de 1950 se ha pronosticado que algún día las telecomunicaciones reemplazarían al tiempo presencial y los cubículos. Pero la realidad ha frustrado esas expectativas.
Algunos tipos de información se desplazan muy bien, pero otros se pierden en la transmisión, y ese tipo de información suele ser vital para el trabajo de una compañía.
Para entender por qué, sería útil remontarse a la teoría de la firma y a una pregunta que ha planteado problemas a los economistas: ¿Por qué existen las empresas? ¿Por qué no actuamos todos como agentes independientes que ofrecen sus servicios en el mercado en lugar de atarnos a relaciones de subordinación con entidades más grandes?
Esa pregunta tiene muchas respuestas, pero una de las más importantes, que proporciona el destacado economista Ronald Coase, es la de “los costos de transacción”.
Pagarle a un abogado para que redacte un contrato es un costo de transacción. También lo es el tiempo dedicado a buscar a alguien con quien contratar. Si los costos de transacción son demasiado altos, las operaciones no pueden realizarse de manera rentable.
Las firmas suelen ser una buena forma de resolver el problema de los costos de transacción. Como todos los involucrados están ahí por un futuro indefinido, no tienen los mismos problemas de confianza que surgen de operaciones extraordinarias, y los gerentes no tienen que tomarse el trabajo de buscar empleados y negociar cada vez que es necesario hacer algo.
Las firmas también tienen momentos de ineficacia, por supuesto, dado que tienen que manejar todo ese personal (y con frecuencia más del que necesitarían). Pero son tan buenas en lo que respecta a reducir los costos de las transacciones que, en muchos casos, son más eficientes que el recurso de buscar cada servicio en el mercado abierto.
Pero uno de los medios más efectivos de reducir el costo de las transacciones es el más esquivo de los ideales de la teoría empresarial: la cultura corporativa. Cuando el desempeño laboral resulta difícil de especificar en detalle –como se lo haría en el caso de un contratista-, la cultura corporativa es lo que en última instancia determina cuánto trabajan los empleados, cuánto se esforzarán por ayudar a un compañero de trabajo en problemas y hasta dónde llegarán a los efectos de satisfacer a los clientes.
Esa cultura no puede transmitirse transcribiéndola en un manual ni mediante discursos de los gerentes. Se transmite en mil pequeñas interacciones que, más que decir, muestran. Es exactamente el tipo de información que se pierde si la interacción de los empleados con la firma consiste en su mayor parte de videoconferencias diarias.
También está el problema de transmitir otros tipos de información. Es fácil enviar un documento o una planilla de cálculo desde la sede hasta un trabajador a distancia y viceversa.
El verdadero obstáculo es cómo transferir lo que no se expone en esos documentos confidenciales, un millón de pequeños saberes sobre los mercados en los que se compite, los desafíos de la firma, los cambios en proceso en la administración. Se lo puede llamar “subinformación”, y es aquello que la gente ni siquiera sabe que sabe.
La electrónica es una barrera en extremo efectiva contra ese tipo de información. Los seres humanos han evolucionado para una interacción presencial, y la electrónica tiene algo que nos envara, que nos vuelve más formales y menos sociales hasta cuando nos encontramos en el mismo espacio. ¿Y cuando estamos a kilómetros de distancia? Olvídenlo.
Transmitimos nuestro saber consciente pero dejamos al margen todas las pequeñas cosas que sólo surgen en un plano presencial, en la conversación casual, imprevista, no buscada y que constituye la sangre de una empresa.
Cuando vivía en Nueva York y me encontraba inmersa en la capital financiera del mundo, solía hacer muchos pronósticos errados sobre política mientras me desesperaba la cantidad de estupideces que se dicen en Washington sobre finanzas. Luego me trasladé a Washington y me di cuenta de que perdía con rapidez mi saber sobre el sector financiero al tiempo que empezaba a aprender sobre política.
Eso no obedece a que circule constantemente por cócteles ni a que mantenga reuniones importantes con figuras políticas de primer nivel, algo que por lo general no hago.
No, obtengo ese saber subliminal en cenas con funcionarios públicos de nivel medio, de la interacción con otros periodistas en los momentos de tranquilidad antes de que comiencen los paneles de discusión de centros de investigaciones, de pequeños apartes en entrevistas sobre otra cosa.
Puedo escribir en cualquier lado, pero el trabajo que hago, la forma en que lo hago, puede hacerse desde una ciudad de este mundo.
Lo mismo pasa con las firmas: cada gran empresa es una especie de pequeña ciudad en sí misma. Si la ciudad trata de expandirse a los cuatro vientos, el tránsito se detiene y la ciudad empieza a morir. No es extraño que esas grandes compañías comiencen a reconvocar a sus habitantes.
Esta columna no necesariamente refleja la opinión de la junta editorial ni la de Bloomberg LP y sus dueños.
Megan McArdle es columnista de Bloomberg View. Escribió para el Daily Beast, Newsweek, The Atlantic y The Economist, y fundó el blog Asymmetrical Information. Es autora de “The Up Side of Down: Why Failing Well is the key to success” (El lado positivo de lo negativo: Por qué fracasar bien es la clave del éxito).