Por Jonathan Golergant
Ricardo es auditor interno de una importante compañía. Mientras realiza una presentación al Comité de Gerencia, va observando a sus miembros. Cuando se detiene en Lucho, lo encuentra bostezando. Luego de unos minutos, le escucha decir: “Deberíamos examinar un reporte completo por escrito para tomar la decisión”. Inmediatamente, Ricardo piensa: “Es claro que Lucho quiere comunicar sutilmente al comité que mis aportes no son relevantes porque su área está en falta”.
Mientras regresa a su oficina, está convencido de que Lucho verá el informe como una amenaza. Está mortificado por su trato. Siente ira y ansiedad. “Tengo que moverme políticamente, no me conviene tener un enemigo como él en la compañía”, piensa. Al sentarse, ha tomado la decisión de posponer el informe acerca del área de Lucho.
Lo que ha sucedido con Ricardo pasa todos los días en las organizaciones. Ha empezado a subir lo que Chris Argyris llama la “Escalera de la Inferencia”. Así, partimos de experiencias observables y las interpretamos de un modo particular. Experimentamos emociones y sacamos conclusiones. Luego de escalar en el terreno de la inferencia, actuamos. Partimos del bostezo de Lucho y, luego de una sucesión de inferencias, no incluimos su área en nuestro informe. Llegar a inferencias es parte natural de nuestro ser.
El tema es que aquí recién comienza el problema. Cuando sale el informe de Ricardo, ese acto se vuelve un nuevo dato observable para otros en la organización, quienes suben sus propias escaleras de inferencias. Uno podrá decir: “Ricardo no incluyó a Lucho en su informe, ¡qué incompetente!” Otro podrá pensar: “Debe ser por una orden expresa del gerente general”.
Y así seguirán las inferencias. Cada una escalará y generará comportamientos que serán datos observables para otros y, a su vez, producirán nuevas inferencias. De este modo, cuando estamos en la cuarta derivada de este proceso, la organización ha generado una bola de nieve plagada de una fuerte carga emocional, atribuciones sobre otros y conflictos encubiertos.
¿Qué hacer, entonces? Hablar de lo que normalmente callamos. Dialogar es poner nuestras inferencias sobre la mesa. Para hacerlo, partimos de las experiencias observables, pues dan sustento a nuestras interpretaciones y nos permiten explicar por qué creemos lo que creemos. Luego, compartimos nuestras inferencias. Finalmente, indagamos si hay algo que no estamos viendo.
El modelo comienza con un “cuando”: “cuando bostezaste…”; “cuando te paraste y te fuiste…”. Luego, compartimos nuestra inferencia: “Cuando dijiste…, asumí que…”; “me pareció que tu podías estar sintiendo que…”. Finalmente, indagamos: “¿Qué te parece lo que te estoy diciendo? ¿Hay algo que no esté viendo?”. Así, podemos abrir el diálogo y mantener la inferencia en la organización en un nivel razonable.
Este modelo no funciona siempre ni con todas las personas. Tampoco garantiza que la comunicación fluya. Pero la consecuencia de no abrir el diálogo son las bolas de nieve que pueden arrasar todo a su paso. Discutamos lo indiscutible sin temores y con apertura.