(Bloomberg).- De viuda acongojada a populista virulenta, Cristina Fernández de Kirchner representó muchos papeles en sus ocho años de mandato como presidenta de la Argentina. El de buena perdedora no fue uno de ellos.
Es cierto, Fernández hizo plantar unas flores amarillas en los jardines de la residencia presidencial en honor a los colores partidarios del líder entrante Mauricio Macri, que asumió su cargo el jueves.
Pero en sus últimos días como presidenta, Fernández hizo prácticamente todo lo que pudo para complicar la transición: desde darle bofetadas públicas a Macri y nombrar nuevos embajadores a realizar maniobras de último momento para desviar un porcentaje mayor de los ingresos federales a las provincias y aumentar el gasto de sus programas sociales favoritos.
Lo más preocupante para el nuevo presidente, y para la Argentina toda, no son estos golpes de gracia en sí sino lo que podrían presagiar para los desafíos que hay por delante.
Macri sorprendió a los políticos de su país y llenó de alegría a los inversores al avanzar desde atrás para derrotar al sucesor elegido por Fernández, Daniel Scioli, en el balotaje de noviembre.
Pero el margen de victoria del hombre de negocios de 56 años –unos 700,000 votos- es un mal augurio para una nación dividida que enfrenta su peor caída económica desde la gigantesca suspensión de pago de la deuda de 2001.
Macri compitió como un outsider político. Heredero de una acaudalada familia industrial, adquirió renombre en el sector privado antes de ganar dos veces las elecciones a jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires.
Basó su apuesta presidencial en el hecho de que no era peronista –un discípulo de Juan Domingo Perón y su esposa Eva, cuyo legado de populismo autoritario centrado en el “ellos contra nosotros” ha dominado, y a menudo emponzoñado, la política nacional durante las últimas siete décadas-.
Verdaderamente, el fin del nacionalismo beligerante que practicaron Fernández y su difunto esposo y antecesor, Néstor Kirchner (ambos peronistas), es un buen augurio para el lugar de la Argentina en el mundo.
Y las principales figuras del gabinete de Macri –el ex ejecutivo de JPMorgan Chase & Co. Alfonso Prat- Gay como ministro de finanzas y Susana Malcorra, asesora del secretario general de las Naciones Unidas Ban Ki Moon, como ministra de relaciones exteriores- deberían ser una señal prometedora para los inversores y acreedores del país.
Pero el nuevo gobierno tendrá que afrontar la batalla diaria de conducir un país cuya política se caracteriza por el rencor, la sed de venganza y la polarización.
Para eliminar el déficit público más grande de las últimas tres décadas, contener una tasa de inflación que supera el 20% y devaluar un peso sobrevaluado sin provocar un colapso, Macri necesitará la colaboración de un congreso en su mayor parte hostil, donde el peronismo tiene la sartén por el mango.
Los peronistas han gobernado el país durante casi la totalidad de los treinta años transcurridos desde que la Argentina recuperó la democracia y, en los escasos intervalos en que no estuvieron al mando, les hicieron la vida imposible a los de fuera de su partido.
En 2001, reformas económicas fallidas llevaron al desplome de la moneda, una corrida bancaria y disturbios callejeros y obligaron al desventurado presidente Fernando de la Rúa a renunciar… con un empujón de la oposición peronista. Esa debacle obligó a la Argentina a suspender el pago de casi US$ 100,000 millones de deuda externa y creó el marco para el ascenso de Néstor Kirchner.
“Cuando en la Argentina gobierna un no peronista, es seguro que los peronistas se unirán y harán sufrir al gobierno”, ha dicho el ex presidente uruguayo José Mujica.
Macri posiblemente esté mejor preparado que sus antecesores no peronistas.
Una aliada gobernará la provincia de Buenos Aires, desde hace mucho un bastión peronista.
También recibirá un voto de confianza de los grandes productores rurales, a quienes ha prometido rever los altos impuestos a las exportaciones dispuestos por Fernández.
Otro punto a favor: Macri se ha comprometido a tratar de poner fin al prolongado enfrentamiento de la Argentina con los acreedores extranjeros, entre los que se cuentan agresivos prestamistas de fondos de cobertura a quienes Fernández calificó de “fondos buitres”.
Con todo, Macri sin duda va a necesitar mucho más que flores amarillas.
Mac Margolis