FOTOS | Como en otros capítulos de la vida de David Bowie, también en este hay misterio. Nadie sabe a ciencia cierta por qué vendió una de sus posesiones más personales y queridas, esa fantasía repleta de clichés que mandó construir en lo alto de la isla más extravagante del Caribe.
Al estilo Bowie, todo comenzó de una manera poco convencional. La avería del motor de un yate le obligó a cancelar un viaje por esas aguas paradisiacas y a prolongar su estancia en la casa de Mick Jagger en Mustique, donde acudió como invitado en 1986. Mustique, el único trozo del planeta capaz de juntar a la realeza británica y a la aristocracia del rock. Descalzos, en bañador, con martinis en la mano.
El padre de esta rara avis sociológica, el noble escocés David Tennant, había adquirido la isla en 1956 por 45.000 libras, una cantidad inferior a la que se gastaba tratando de calentar su castillo en invierno, como él mismo solía decir.
Por aquel entonces, se tardaba tres días en llegar a este rincón de San Vicente y Granadinas desde Londres, no había agua corriente ni nada parecido a una carretera y su aspecto era el de un viejo cementerio abandonado. En definitiva, era la clase de propiedad capaz de fascinar a quien ha crecido en un castillo en Escocia rodeado de sirvientes y a sus ilustres amigos de buenas familias de cuna o sencillamente inmensamente ricos. Por ese orden.
En un par de décadas, el excéntrico y divertido Tennant convirtió la pequeña isla en uno de los terrenos de juego preferidos por los (muy) vips ingleses deseosos tanto de huir del invierno británico y de los paparazzi como de darlo todo en las fiestas más disparatadas del imperio. Tennant, futuro lord Glenconner, decidió dividir la isla en un centenar de parcelas y se propuso transformarla en un selecto paraíso para los happy few británicos, que no eran otros que sus conocidos de toda la vida.
El paño que ofrecía no estaba pero que nada mal: el viejo cementerio tenía unas cuantas playas de arena blanca y fina como la harina, abundante y exótica vegetación y aguas turquesas. Y nada que recordara a la vulgar plebe de la metrópoli. La primera persona en adquirir un terrenito fue una de las herederas de la fortuna Guinness, lady Honor Svejdar.
En 1960, el peculiar promotor cedió otra de esas parcelas a su amiga la princesa Margarita como regalo de bodas. Y con ella llegó la atención mediática sobre este trozo de tierra de unas 500 hectáreas, y mejor aún, el escándalo y esa interesante troupe que hizo su existencia bastante más divertida que la de su hermana la reina de Inglaterra.
En busca de la diferencia
Los nuevos moradores empezaron a construir sus casas siguiendo una especie de ley no escrita que permitía todo menos la vulgaridad. A los ricos ingleses les asusta la vulgaridad, pero les atrae la excentricidad. Aunque nosotros no sepamos diferenciarlas, ellos parece que sí saben.
Muchos dieron rienda suelta a esas fantasías decorativas que aumentaban aún más las distancias con la aburrida clase media. Con la complicidad del arquitecto sueco Arne Hasselqvist (artífice de la mitad de las 100 villas de la isla), fueron floreciendo mansiones de estilo oriental, veneciano, colonial, escocés, palaciego, versallesco, granjas toscanas y hasta casas de aspecto futurista.
Su satánica majestad optó por el estilo japonés. Y allí, en esos pabellones en medio de jardines zen y estanques con carpas koi de Mick Jagger, fue donde se alojó Bowie antes de emprender, o mejor dicho, de no emprender su navegación caribeña. Con el motor roto y sin demasiado que hacer, el compositor salió a explorar la isla con Hasselqvist.
“¿Por qué no?”, le dijo a este cuando le propuso comprar el terreno contiguo al suyo, también de su propiedad, situados en lo alto de Britannia Bay. El poco convencional arquitecto le puso una sola condición para su venta y posterior construcción: que ambas casas pesaran lo mismo. ¿Cuánto pesa su edificio, señor Bowie? Parece una pregunta más corriente de lo creíamos, señor Foster.
El icono del rock, por su parte, impuso sus propias exigencias. La instrucción a su arquitecto era clara: quería una casa tan opuesta al Caribe como fuera posible. “Yo quiero algo balinés, muy balinés. Me gustan los buenos clichés y quiero hacer de esta casa el más encantador de los clichés”.
En un reportaje concedido a la revista Architectural Digest en 1992, Bowie realiza estas declaraciones y da cuenta de jugosos detalles de la misma. Objetos elegidos por él personalmente llegaron en contenedores desde todas partes del mundo. Estatuas de diosas protectoras, lámparas venecianas del siglo XVIII, equipos de sonido, antigüedades balinesas atravesaron los siete mares. Siete fueron también los pabellones que construyó junto a las piscinas infinitas, cascadas de agua y estanques con carpas koi y nenúfares de su jardín.
Camaleónico como pocos artistas, escribió sobre su propia casa: “Puedes estar aquí siete días y sentirte en un lugar diferente cada uno de ellos”. Apenas utilizó su estudio de grabación: se encontraba demasiado a gusto para trabajar, confesó. “Mi ambición es hacer una música tan increíblemente incomprensible como para perder a todo mi público y poder pasar aquí todo el año”, dijo en cierta ocasión.
Sin embargo, en 1994 se deshizo de la propiedad, que pasó a manos del magnate y poeta inglés Felix Dennis, quien la conservó prácticamente intacta y sólo añadió un cottage en el que escribió parte de su obra. Cambió el nombre de Britannia Bay House por el más exótico de Mandalay, que es como ahora se le conoce.
Paraíso en alquiler
A la muerte de Dennis, en 2014, fue adquirida por otro magnate hecho a sí mismo, Simon Dolan, quien la puso en alquiler por primera vez en su historia en 2016. “En la actualidad hay unas 70 propiedades que se alquilan. El número ha ido creciendo, pues muchos de sus dueños las disfrutan en Navidad y algunas semanas en verano y no tienen los reparos de antes en sacarlas al mercado de alquiler para sufragar sus cuantiosos gastos. Incluso la de Jagger está disponible desde este año”.
Sergio Viladomiu, fundador de Villas del Mundo, es probablemente el español que mejor conoce este exclusivo destino al que con más frecuencia y total discreción lleva a un número creciente de clientes que desean permanecer en el anonimato. No es el caso de la familia Preysler, habituales de Mustique, que naturalmente dan cuenta en el ¡Hola! de sus movimientos.
“Es un destino exclusivo pero también es uno de los más desenfadados, nada que ver con St. Barths. Su célebre Basil’s Bar es toda una institución y en la isla queda algo de ese peculiar y divertido ADN que le imprimió Tennant”, señala el CEO de la agencia barcelonesa. Ahora no hay que ser noble escocés, ni millonario, ni estrella del rock, ni aristócrata ni siquiera happy few para formar parte de este micromundo salido del espíritu aventurero y sibarita de lord Glenconner. Por 35.000 euros, Mandalay puede ser suyo durante una semana. Búsquese a 13 amigos, pague a escote. A la postre, jugar a ser el jefe de las arañas de Marte durante siete días no resulta tan desorbitado.
Diario Expansión de España
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